Cuando digo futuro

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Casi no quedan jóvenes revolucionarios, ni valientes buscadores de unicornios.

España, día de un año, un par de muchachos de secundaria discuten sobre la vida en el balcón de un instituto. En poco tiempo, aquellos chicos verán morir al siglo XX, se despedirán de las pesetas y se maldecirán, inútilmente, por todo el tiempo perdido. Pero para ellos es demasiado pronto para pensar en el futuro. Es más fácil convencerse de que la vida es sólo un colibrí que acababa de nacer.

En aquel tiempo feliz, de días y flores, la responsabilidad aun no dolía como un hierro caliente y vivir era dejar pasar los días y nada más. Saltar de una estación a otra, sin reparar en el oscuro porvenir, ni atender a los polvorientos consejos de los mayores. 

Pero entonces llegó Silvio Rodríguez, con su joven guitarra de soldado, su tonada inasible y su son desangrado.

Nunca olvidaré la primera vez que escuchamos su voz, tan frágil, que parecía a punto de romperse, grabada en una vieja cinta de cassette. Todavía se me eriza la piel cuando escucho Te doy una canción, Playa Girón, El Mayor o Al final de este viaje. Canciones que hablaban de revolución, de amor y sacrificio, de vida y muerte. Su palabra caló con fuerza en aquellos jóvenes imberbes, que abrazaron, sin dudar, su religión de carne y hueso,  aprendiendo, como oraciones, sus poéticas tonadas.

Sin importarnos que aquellos temas tuviesen más de veinte años, reproducimos el cassette hasta que el walkman terminó por enredar la cinta. Sedientos, absorbimos cada metáfora como el suelo seco recibe el agua de las primeras lluvias, y aquellas canciones nos cambiaron para siempre. Fueron como la luz del faro que guió nuestra pasmada adolescencia hacia una lúcida y dolorosa madurez.

En poco tiempo nos hicimos profetas de su palabra. Cantamos en los parques y los bares, sintiendo como nuestro cada acorde. Soñamos con serpientes, luchamos fusil contra fusil, vimos a la era parir un corazón y encontramos el amor en el claro de la luna.

Qué terriblemente hermoso fue aquel tiempo, que nos empieza ya a quedar tan lejos.

Ahora, veinte años después, cuando el maestro suma un dígito más a sus setenta y nuestras vidas viajan atadas por los lazos de la familia, la propiedad privada y el amor, el mundo se empieza a ver desde otra perspectiva.

Esta mañana, mientras paseaba haciendo guardia por el instituto donde trabajo, pensé que nada me haría más feliz que toparme con un par de adolescentes escuchando a Silvio. Me encantaría saber que no todo está perdido, que aún queda quien sabe disfrutar de la poesía. Pero mis esperanzas se consumen como la cera de una vela. Casi no quedan jóvenes revolucionarios, ni valientes buscadores de unicornios. Mire donde mire sólo veo esclavos de las modas, fanáticos de una música gris y sexista, carente de lirismo, ideales y principios.       

Tal vez por eso escribo estas letras, para invitarte a caminar conmigo, a ti que, aunque no esté de moda, compartes esta forma de vivir. Te escribo, sin conocer ni siquiera tu nombre, porque sé que pones a la trova en la radio de tu coche e intentas compartir su mensaje con tus hijos. Y lo hago de corazón de corazón, porque sé que, aunque no me conozcas, sí me crees cuando digo futuro.

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