Continentes y contenedores

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

El mapa de Bünting (1581), con Jerusalén en el centro, como era habitual en la Edad Media. Aquí Asia termina en la India y América aún está por explorar.
El mapa de Bünting (1581), con Jerusalén en el centro, como era habitual en la Edad Media. Aquí Asia termina en la India y América aún está por explorar.

Si digo "ayer hablé con dos africanos" o "había un grupo de asiáticos", es difícil que usted no haya pensado que los primeros son subsaharianos de piel oscura y los segundos, extremo-orientales de ojos achinados. No es tan fácil que espontáneamente se haya representado a los primeros como marroquíes o egipcios, o a los segundos como indios o afganos. Y es curioso, porque El Cairo es la mayor aglomeración urbana de África e India el segundo país asiático más poblado.

No nos conciernen aquí los intereses que pudieron haber conspirado para que el “africano promedio” sea, para la imaginación colectiva, el etíope de los ochenta o el somalí de hace unos años, antes que el tunecino o el libio contemporáneos, o que el “asiático promedio” sea el tokiota o el pekinés, y no el habitante de Daca o Teherán. Creemos que tan flagrantes asunciones no reposan sólo sobre prejuicios, sino que responden a una complicada realidad: todos los “continentes”, salvo Europa, Oceanía y la baldía Antártida, son demasiado grandes. Tan grandes que no acertamos a pensarlos bien y hemos de simplificarlos en exceso.

He visto cómo un estudiante de geografía humana, al ponderar la extraordinaria diversidad de lo que llamamos Oriente, que abarca desde la ciudad de Casablanca hasta los archipiélagos de la Polinesia, y de esa Asia geográfica, levemente más estrecha, que discurre desde Estambul hasta Manila, de Jerusalén a Osaka, extraía la conclusión de que “Asia” es increíble, maravillosa, el mejor y el más rico de los continentes. No pareció concluir que es el más absurdo de los continentes. Tan sumamente absurdo que el hecho de que tenga la “gastronomía” más variada del mundo o de que sea la “cuna” de todas las grandes religiones no significa, en realidad, nada.

Tomemos por ejemplo ese espacio geográfico que tenemos la manía de llamar sub-continente índico, ocupado en sus tres cuartas partes por la República de India. Resulta que este país en sí mismo tiene más habitantes (1.311 millones, 2015)  que África entera (1.216 millones, 2016), o que las dos Américas juntas (1.002 millones, 2016) o, por supuesto, que Europa (743 millones, 2015), a la que casi dobla. En algunas aldeas de India se hablan más lenguas y se practican más religiones que en la mayoría de países europeos. La sociedad de castas favorece adicionalmente la diversidad, mientras que Europa, bajo el fantasma del viejo Imperio Romano, siempre se jactó de tener una sola fe, una sola lengua vehicular (el latín de otros tiempos, que el inglés no ha terminado de sustituir adecuadamente) y, en la medida de lo posible, el sueño de una más o menos pacífica unidad política, que inspiró a Carlomagno, Federico Barbarroja, Adolf Hitler o los fundadores de la Unión Europea.

No podemos olvidar que Europa fue la mesa sobre la cual se cartografiaron los otros continentes. A todo lo que estaba al sur se le llamó África, y a todo lo que estaba al este, Asia, pese a que cuando se acuñó el concepto se desconocían las proporciones de semejante apriorismo: para los Antiguos el mundo conocido terminaba en lo que hoy se corresponde con el (sub)continente índico. Más que continentes, se delineaban contenedores en los que tirar todo lo que escapaba a nuestras fronteras. Cuando los europeos descubrieron nuevas masas de tierra en los siglos XV y XVII, fueron bautizadas como América y Oceanía, respectivamente.  Así, todos los habitantes de este planeta tienen muy claro lo que es Europa –quizá demasiado claro—, pero nadie comprende cómo África o Asia se pueden organizar o entender. La respuesta, por supuesto, es que no lo hacen, aunque sería interesante que lo hicieran, a falta de una nueva mesa desde la que redibujar el mundo.

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