Coherentes y conversos

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Jozsef Szajer, en una imagen de archivo. FOTO: Europarlamento
Jozsef Szajer, en una imagen de archivo. FOTO: Europarlamento

La coherencia está sobrevalorada. Nunca me cansaré de decirlo. Hace demasiado tiempo que me planteo —a mí me parece ya una eternidad— por qué todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral, engorda o está fuera del perímetro. Y voy yo e intento darme una respuesta pero creo que simplemente es porque me mato por activar en mi mente un resorte demasiado artificioso para un vulgar ser humano: la coherencia. Tratar de hacer pasar nuestras pulsiones y bajos instintos —que son la mayoría o, al menos, los más divertidos— por el filtro encorsetado y angosto del ser consecuentes no está pagado y además es difícil de narices. 

Eso ha debido de pensar esta semana el eurodiputado József Szájer. Él, que se las prometía tan felices sermoneando desde el púlpito de su escaño belga, ahora tiene que afrontar que se le acabe el chollo. Y así: de la noche a la mañana. No hay derecho. Después de todo, el hombre interpretaba bastante bien su papel; un papel que, no nos engañemos, hace falta. Es necesario que haya voces críticas contra el libertinaje y la sodomía, contra los que se creen que esto es jauja y que te puedes acostar así con quien te dé la gana, tenga lo que tenga entre las piernas. Hay cosas que no son de recibo y alguien las tiene que poner en su sitio. Porque si hay que prohibir, por ejemplo, que las parejas gays puedan adoptar niños, o hay que vetar el reconocimiento legal para las personas que han cambiado de sexo, hay que hacerlo y alguien tendrá que ser el mesías de esas verdades, el transmisor de la Palabra, el que mantenga la fe. 

Alguien tiene que defender los discursos incómodos, los que muchos otros aborrecen, los que repugnan a los que creen en ideas trasnochadas como la blandenguería esa de la igualdad de derechos y oportunidades o la pantomima de la legitimación de la diversidad. Porque si las familias solo pueden ser de un tipo alguien tiene que defenderlo, alguien tiene que bramar en Bruselas por recortar los derechos que tampoco hace tanta falta reconocer. Las cosas son como son y alguien las tiene que llamar por su nombre. 

Ese hombre —mejor si es un hombre— era József Szájer. Pero ya no. Ya no porque las insidias y la maledicencia lo han arrojado en brazos del camino equivocado. Que si una orgía con otros veinticuatro hombres, que si estaba despelotado en medio de una fiesta ilegal en tiempos de pandemia y restricción sanitaria, que si en la inocente fiesta había un poco de droga, que si el hombre es un pelín homosexual pero pertenece a un partido ultraconservador y homófobo… en fin, minucias. Lo importante es, si dentro de su incoherencia política, amatoria y vital, era capaz de convencer a otros con sus arengas sectarias. Y si era así, yo creo que deberían devolverle su escaño y, como mucho, apuntarlo al Proyecto Hombre versión Hungría. Después de todo, la coherencia no debería lastrar la carrera política de ningún mamarracho.

 

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