Una persona votando.
Una persona votando.

La campaña electoral debería ser una especie de cata a ciegas. Enmascarados, sin trapos de colores ni logotipos, los aspirantes tendrían que convencernos con argumentos, nada más. Abordarían los problemas concretos y nos ofrecerían la mejor solución. Realizarían una descripción objetiva del asunto y se ayudarían, si fuese necesario, de estudios científicos. Por supuesto, sin términos que hicieran referencia a su posición ideológica. Ya sabemos que las siglas tienen el efecto de la anestesia, incluso contagian el peligroso virus de la pereza intelectual… Entre que viene la derecha, que vienen los comunistas y otros tópicos similares, el votante se encuentra, casi sin darse cuenta, con el trabajo de pensar medio hecho, o muy encarrilado.

En esa cata a ciegas solo debería iluminarnos la luz de la razón, no los prejuicios enlatados ni las emociones. ¡Que los candidatos hablen detrás de un biombo, que razonen con una máscara y la voz disfrazada! ¡Que solo traten de los problemas del presente! ¡Que oculten su carnet, y que se olviden de lo que no nos importa! A lo mejor, si les arrebatamos todo eso, se quedan en blanco, y no saben por dónde comenzar su disertación… O no, quizás descubramos que, libres de semejante carga, poseen un estilo de pensamiento propio, tanto en la forma como en el contenido. Cuando me preguntan qué es el estilo en literatura, suelo decir que es aquello que nos permite saber a qué escritor pertenece la página arrancada de un libro que hemos encontrado en la calle un día de levante.

Y votaríamos también a ciegas, al más convincente, sin saber quién es cada uno. En el escrutinio nos enteraríamos de la identidad de los participantes. Si las campañas electorales no son una farsa, este procedimiento debería ser el más justo. Si las razones son razones y las promesas son promesas, nada tenemos que temer. Aunque no haya máscaras ni biombos, muchos ciudadanos lambda, gente de a pie, saben escuchar como si ignoraran a qué partido pertenece el aspirante. Gracias a los desengaños acumulados, han aprendido a llevar a cabo esa suspensión del juicio de reconocimiento. Los que se limitan a fomentar la desidia intelectual del ciudadano lambda corren el riesgo de verse sorprendidos por los que van directamente al grano y ofrecen repuestas, aunque sean dispersas y radicales. En una cata a ciegas se pone a prueba la calidad del vino y la sabiduría del catador.

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