La noche de la víspera de Reyes, tras el paso de la cabalgata, había caramelos tirados por el suelo hasta en la puerta de los colegios. Y es que a estas alturas del siglo le regalas un caramelo a un niño y, o bien te lo tira a la cabeza, como algunos gamberros hacen con los mismísimos Reyes Magos o, si es mínimamente educado —rara avis, aunque alguno hay—, tan solo lo utiliza para hacer puntería con la farola de la esquina, que no es que esté bien, pero al menos no atenta contra la integridad física de nadie, que ya es algo. Lejos quedan los tiempos en que los caramelos a la puerta de los colegios duraban lo que la saliva en una plancha, y todo ello a pesar de los miles de niños desnutridos de los que hablaban algunos partidos políticos antes de las elecciones y de que, según las estadísticas, en Jerez hay incluso alguna gente que trabaja. Era tal la cantidad de caramelos que había tirados por las calles tras el paso de la cabalgata que los zapatos se me quedaban pegados al suelo, y no exagero. Y eso que, según ha salido publicado en prensa, al rey Baltasar le robaron varios sacos antes de la salida del cortejo. Menos mal, porque al menos así alguien les habrá sacado, aunque de manera ilícita, algún provecho.
Si lo que se pretende al tirar los caramelos desde las carrozas es crear el efecto de una lluvia multicolor para darle más vistosidad al desfile, en ediciones sucesivas se podrían sustituir los pegajosos caramelos, que ya ni los niños los quieren, por simples papelillos o confetis, que hacen el mismo efecto, no hay peligro de achocar a nadie y dejan las calles igual de sucias, pero al menos no se te pegan a los zapatos. Y los caramelos se podrían enviar allá donde todavía sirven para encender la ilusión de los niños y dibujarles una sonrisa; allá donde degustar ese terrón de azúcar tostada —bueno, eso eran antes los caramelos— sigue siendo un pequeño placer capaz de por un momento endulzar la vida de quienes en verdad la tienen tan amarga; allá donde al menos no acaben en un contenedor de basuras.
Está claro que en España los caramelos ya no son lo que eran. Hasta no hace muchos años —o quizá sí hace muchos—, cuando el maestro ofrecía un caramelo al alumno más rápido en cálculo mental, a los chiquillos se les salían los ojos de las órbitas y se estrujaban las meninges sumando, restando, multiplicando y dividiendo con tal de hacerse con la dulce recompensa. Hoy ya ni siquiera se hacen ejercicios de cálculo mental en las escuelas —aunque en Francia vuelven a ser obligatorios— y en cualquier caso, ya que los caramelos parece que han dejado de ser un estímulo para los niños jerezanos, según ha dejado claro la cabalgata de Reyes, los maestros tendrían que buscar otra clase de premio para dárselo al alumno más rápido... en el manejo de la calculadora.
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