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A veces nos olvidamos de los detalles que conforman nuestro día. Por ejemplo, ¿a quién no le pone contento un buen desayuno?

Vivimos quemando etapas, fumando los días a través de un reloj que deja de establecer el tiempo para marcar la rutina. Sus agujas laten en nuestra mente a un ritmo más rápido que el propio corazón y, como consecuencia, dejamos de saber vivir, desaprendemos y caemos en el precipicio de la desesperación. Este es un tema rescatado en numerosas ocasiones, lo solemos hablar con frecuencia en las charlas familiares y entre amigos. Pero además, el mundo literario o audiovisual también se ha hecho eco de esa falta de saber respirar que tiene el ser humano. Sin ir más lejos, al decidir abordar esta cuestión, han venido a mi cabeza dos situaciones en las que lo he visto escrito o proyectado.

En primer lugar, hace tiempo tuve la oportunidad de ver un documental de estos que te dan una bofetada en la cara sin utilizar ni un dedo de la mano. Tenía lugar en África y, apenas a unos segundos de empezar, aparecía la conversación entre dos hombres. El primero de ellos, vivía encantado con los adelantos que se producían en Europa, quería ser como ellos. Además, gracias a sus contactos y negocios, consiguió un reloj de pulsera. Al mostrarlo a su amigo, no le causó ninguna impresión. No entendía por qué se necesitaba un reloj que, en ese caso, a las doce de la mañana sonase. Él tenía a la naturaleza para establecer esa conexión con el ritmo de vida adecuado, era absurdo esperar sentado hasta que sonase esa diminuta alarma para hacer algo o cambiar de acción pues, sus propios ojos, por el contrario, le revelaban cuando se acercaba el amanecer o atardecer, y con eso era suficiente.

Por otro lado, hace relativamente poco, leí un artículo en una revista de viajes donde se hablaba de Nicaragua. En este país se encuentra una pequeña aldea formada por 1.200 habitantes donde el coche no tiene espacio, ya que no hay ni siquiera uno. Lo más impresionante de todo era una declaración del alcalde donde afirmaba que no querían coches porque si no, vivirían más deprisa. Sin dar más rodeos, sin preocuparse por cómo vivimos nosotros y probablemente ignorando esa ansiedad aquí creada, dijo: “¿para qué ir más rápido?”.

De ambas situaciones se puede entonces extraer dos cuestiones o puntos de partida que nos deberíamos de replantear más a menudo: ¿por qué marcar constantemente el tiempo?, ¿por qué vivir sin aliento? Obviamente la situación se torna más compleja cuando analizamos la sociedad en la que vivimos, pues ella misma nos convierte en acelerador. No obstante, no podemos permitirnos ser tan obedientes con nuestro entorno. Oye, aquí que debemos de romper las reglas, ¿por qué no lo hacemos? Hay que llegar temprano al trabajo, hay que dejar la comida hecha antes de salir de casa, hay que llevar los niños al colegio, hay que quedar con alguien a determinada hora, HAY QUE…

¡Cuántos dolores de cabeza ha dado ese “hay que”! Como decía, se pueden romper las reglas del juego y aun así, llegar a tiempo al trabajo. Consiste en encontrar en esas acciones que marcan nuestra cotidianeidad, la forma de disfrutar. A veces nos olvidamos de los detalles que conforman nuestro día. Por ejemplo, ¿a quién no le pone contento un buen desayuno? Es algo que hacemos cada mañana y no prestamos atención. Sin embargo, si un día nos hemos levantado tarde y no nos ha dado tiempo a bebernos el café y la tostada, ya decimos eso de: “me he levantado con el pie izquierdo” o  “yo sin café no soy persona”. Qué cosa más irrelevante, ¿no? Pero cuánto la echamos en falta cuando no la hacemos.

A eso me refiero con disfrutar los segundos, independientemente de cómo vivamos y de las obligaciones que tengamos. Aunque al llegar a casa estés muy cansado y no te apetezca bañar a los niños, darles de cenar y escuchar qué han hecho en el cole, hazlo por ti. Así pasarás del “hay que” o “tengo que” al “lo hago porque quiero”. Así estarás aprendiendo a vivir y, cuando se vayan a estudiar fuera, no tendrás los remordimientos de un trabajo del pasado que te quitó tiempo de lo que forma tu presente y futuro.

Estos son nada más que dos ejemplos, pero es algo que debemos aplicar constantemente para no caer en ese precipicio de la desesperación que mencionaba anteriormente. Al final, cuando nos vayamos a dormir, nuestra sensación no tiene que ser la de un día perdido, o un día menos para que se acerque el fin de semana y al fin se pueda descansar. Es mejor cerrar los ojos con la impresión de que has sacado el máximo partido de tu jornada y que la llegada de un nuevo amanecer y una nueva rutina, no supone ser monótono o aburrido, sino afrontar una nueva aventura.

Entonces, dejemos a un lado el acelerador para convertirnos en freno. No consiste en dejar desatendidas nuestras obligaciones, es mucho más simple que eso. Se basa en masticar y digerir los instantes que hay entre unas y otras para regular la velocidad, cambiar de marcha y entrar a las curvas despacio, pero despeinándonos por el vaivén de un viento que otorga vitalidad. 

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