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Con 91 años y no tiene novio, pero goza de un optimismo radical, por eso está organizando su futuro.

Ya lo he dicho en algún otro momento. Muchos días sesteo con el mando en la mano, buscando algo que me relaje y me interese, lo cual es bastante difícil. Pero a veces sucede. De pronto, un rostro, unas palabras, una historia, me atrapan y se me quita el sueño de golpe. Uno de esos días en los que, indolentemente, repasaba los programas de la tele, me volvió a atrapar la historia de una anciana contada por ella misma. 

Con 91 años y no tiene novio, pero goza de un optimismo radical, por eso está organizando su futuro. Ni corta ni perezosa se sienta ante una cámara de televisión y se dispone a charlar con Juan y Medio. Con una lucidez que sorprende, es capaz de seguir las ironías y bromas del presentador y se levanta de su asiento, presumiendo de un cuerpo todavía erguido y vigoroso, como invitando a los posibles pretendientes. Su relato es tan interesante que cualquier novelista o guionista de cine podría convertirlo en una novela o una película.

María se ha cansado de estar sola y prefiere, en lugar de agobiar a su hijo con sus demandas de atención, encontrar a alguien para poder compartir los años de regalo que la vida le ha concedido. Como es evidente, tiene una salud y una facha estupenda; vaya, que podría pasar por setenta y cinco años sin problema. Pero no, ella nació en 1919, así que su juventud transcurrió entre la Guerra Civil española y la posguerra. Malos tiempos para casi todo el mundo, pero ella no repara en ese pequeño detalle, sino que se centra en un acontecimiento que marcó su vida, más que la situación política y social del país: el amor.

María era una sirvienta, como tantas otras en aquella época, pero claro, con mucha más categoría, porque su señora era una condesa…, pongamos que era la condesa de Segura, por decir algo. Una gran señora, una mujer, como irónicamente remarca Juan: Guay. Pues eso, que resulta que siendo ella una simple criada, un joven muy aparente, se fijó en sus grandes ojos negros y la muchacha no pudo resistirse a sus encantos, a sus halagos y lisonjas, porque ¡vaya pico debía tener el tal Antonio!, que así se llamaba el pretendiente. Así que entre un paseo por la alameda, una conversación en la ventana y un descuido, pasó lo que tenía que pasar. Y ante los ojos desorbitados de Juan y Medio, María aclara que se quedó embarazada de aquel muchachito que se había ido a la ciudad para estudiar Medicina, pero se enamoró de una bonita y humilde sirvienta.

Juan no comprende, o hace como si no comprendiera, la importancia de ese detalle. Ella, María se lo aclara.

- En aquellos tiempos un estudiante y una muchacha que estaba sirviendo no podían ser novios, no tenían futuro.

Por eso, Antonio escondió durante mucho tiempo cuál era su ocupación, para que María accediera a convertirse en su novia.

Y llegó el drama. Cuando el muchacho supo lo del embarazo, desapareció de la vida de María. Y es que había otra mujer en la vida del muchacho: su madre, una señora intransigente, clasista y posesiva, que se negó en rotundo a que el hijo, en quien tenía puesta toda su ilusión, para quien había planificado un gran futuro como médico, se convirtiera en el marido de una pobre criada.

La joven se marchó de la casa de la condesa de Segura, una dama como Dios manda, de esas que iban a misa cada día y le gustaba ejercer el papel de madre con las chiquillas que vivían bajo su techo. Y es que María estaba avergonzada. Estar embarazada en los años cuarenta, sin haber pasado por el altar, era una de las manchas más tremendas que podía tener una mujer. Por eso no dijo nada y volvió a su pueblo, a la casa familiar. Su padre, un padre “Guay”, vuelve a repetir el presentador, la acoge y advierte a todos los hijos que quien no esté de acuerdo con su decisión puede marcharse.

Claro que la joven sólo se atrevía a salir a la calle cuando no había luz del día. Como una delincuente cualquiera, se movía por las angostas calles del pueblo, a esas horas en las que nadie podía reconocerla, bajo el gran pañolón que la cubría casi por completo.

A los nueve meses la muchacha se convirtió en la madre de una hermosa criatura, que no conocería a su padre hasta muchos años después. María volvió a comprobar el gran corazón de su señora, la condesa de Segura; porque, ¿qué otro interés podría tener aquella mujer para volver a tenerla a su servicio, a ella, una mujer señalada y castigada por una sociedad hipócrita y mojigata? Necesariamente, la condesa debía tener una vocación filantrópica, o quizás sólo era una mujer caritativa…, o con sentido común, ¡quién sabe…! 

Y en la gran casa palacio, donde volvió a trabajar, María colocó una cuna junto a su cama. El hijo creció a su lado y ella no miró nunca a ningún hombre. Su vida estaba marcada para los restos por aquel error de que había otro responsable al que nadie pedía explicaciones. Bueno…, nadie nadie… no. Porque fue otra vez la condesa quien se puso en contacto con la familia del padre de la criatura e intentó ablandar el corazón de la “dama de hierro”. Esa mujer, la madre a quien Antonio, cobardemente obedecía, siguió empecinada y de nuevo humilló a María, negándole el lugar que le correspondía, como madre de su nieto.

Mientras tanto, María y Antonio se negaban a querer a nadie, permanecían a la espera de algún día poder encontrarse. Ella se enorgullece de esa renuncia, y levantando el dedo índice exclama:

- ¡Y no fue porque no me salieran un puñao de novios...! , pero bastantes y buenos mozos...

Y hace gala de su fortaleza para mantenerse firme, frente a la debilidad del hombre, que siguió bajo la tutela manipuladora y chantajista de sus padres, hasta casi los cuarenta años. Sólo tras la muerte de sus progenitores fue capaz de hacer frente a su responsabilidad, de limpiar su culpa, de devolver a María lo que era suyo. Tal vez en ese gesto de haberse mantenido soltero, podemos perdonar a Antonio; quizás por eso pudo aceptarlo la mujer.

Al fin y al cabo estamos ante una historia de amor frustrado, arruinado por los convencionalismos de una época, pero también por la cobardía de un hombre que no se atrevió a desafiar el poder de la familia. Un ejemplo de cómo la tradición puede aniquilar una vida; porque, curiosamente, Antonio nunca acabó sus estudios. Abandonó la ciudad y acabó trabajando para sus padres.

Sólo la muerte de éstos le posibilitó enmendar su culpa; por fin se atrevió a afrontar su responsabilidad, a cerrar un capítulo de su vida. Sólo 14 años pudo disfrutar de su hijo, los mismos que María se sintió acompañada y querida por su hombre. Había llegado demasiado tarde. Una enfermedad mortal se lo llevó con poco más de cincuenta años.

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