La historia del campo colombiano resultará ajena en absoluto para el pueblo andaluz; un proceso de acumulación paulatino que diseñó un paisaje rural de grande hacienda y hunde sus raíces en una conquista. O más bien en dos: por un lado, la conquista del actual territorio andaluz por parte de la Corona de Castilla; inmediatamente después, la conquista del continente americano para incorporarlo a dicha Corona.
En ambos procesos, la tierra tomada pasaba a propiedad real, para luego ser otorgada a conquistadores y colonos acaudalados en forma de mercedes reales. Así, una nueva élite de otrora forasteros concentró la propiedad de las tierras del valle del río Guadalquivir y de la cuenca del río Magdalena.
Existieron honrosas excepciones que, aunque minoritarias, son dignas de mención: en Andalucía, los bienes comunales permitían que el campesinado trabajase y dispusiera de cultivos de subsistencia, aliviando su desposesión; en la Colonia neogranadina, la creación de resguardos indígenas a partir de 1596, permitió una limitada propiedad y gobernanza sobre ciertos territorios de los pueblos originarios.
Sin embargo, estas protoformas de propiedad colectiva de la tierra corrieron con idéntica suerte, diluyéndose en reformas legislativas del siglo XIX. Los bienes comunales fueron privatizados en el marco de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz; muchos resguardos indígenas, extinguidos por “vacancia”. En consecuencia, hacendados, cortijeros, grandes ganaderos y toda clase de burguesía agrícola vieron incrementado -todavía más- su patrimonio a ambos lados del Atlántico. En ese escenario de desigualdad extrema se entró en el siglo XX.

Como retrató magistralmente Bertolucci en la infravalorada -e interminable- Novecento, los antagonismos entre clases sociales acumulados detonaron durante el siglo XX en Europa; Latinoamérica no fue ajena a estas dinámicas, pero con su propio calendario. En el campo andaluz, las masas populares rurales, con una fuerte inspiración anarquista, recurrieron a la acción directa como vía para conseguir sus objetivos políticos.
El campesinado andaluz, en absoluta desposesión, ejecutó un sinfín de acciones políticas, algunas de carácter más ludita, como la quema de cosechas de fincas de terratenientes, otras más políticas, como la ocupación de latifundios para instaurar colectividades campesinas; éstas últimas, organizadas principalmente por el sindicato CNT, fueron auspiciadas por la lentitud e impacto limitado de la Ley de Reforma Agraria de 1932.
Por su parte, el campesinado colombiano, que vivió un proceso organizativo ralentizado, probablemente influido por las guerras entre liberales y conservadores que perduraron hasta mitad de siglo, se organizó en grupos de autodefensa, de mayor influencia comunista. Para paliar su desposesión, también optaron por ocupar tierras, aunque -en este caso- su pretensión de autogobernanza era incluso mayor, conformando repúblicas campesinas independientes en todo el país: Sumapaz, Tequendama y Marquetalia, entre otros. En esta última, la desmedida represión estatal soliviantó a campesinos que terminaron por conformar las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC.
Se puede afirmar que las respuestas del Estado, favorables a los intereses de los grandes latifundistas, fueron similares en ambos escenarios. En Andalucía, se reprimieron con dureza las iniciativas revolucionarias; en la memoria quedan los trágicos sucesos de Casas Viejas, en Cádiz, en plena Segunda República. La posterior Guerra Civil y posguerra desmantelaron cualquier atisbo de reforma de la propiedad agraria. La situación en Colombia se prolongó más: de la represión del sindicalismo campesino (“Masacre de las Bananeras” de 1928) y a la pulverización de las acciones políticas campesinas, le siguió el paramilitarismo.
Los grandes latifundistas y, dicho sea de paso, el narcotráfico financiaron ejércitos privados que respondieron con plomo a la recomposición del tejido social campesino, reorganizado políticamente en torno a la Asociación de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC).
El paramilitarismo terminó siendo una fuerza incontrolable, declarando la guerra abierta a guerrillas, campesinado organizado, partidos de izquierda e, incluso, en última instancia y en ciertos escenarios, al propio Estado. Su desmovilización (2006) ha sido puesta en entredicho, pues inmediatamente una parte significativa de sus integrantes se unieron en nuevas estructuras armadas. No obstante, su perfil fue progresivamente alejándose de lo político y centrándose en las economías ilegales. Sin ese opositor armado directo, se abría una ventana de oportunidad.

Avances durante el Gobierno de Petro
"Esto comienza con una reforma agraria. Porque [...] si no hay una producción agraria eficaz [...] la industria se puede frenar”. Esta declaración del presidente Gustavo Petro ante el empresariado colombiano, apenas unos días después de su toma de posesión, ponía de evidencia algo: la Reforma Rural sería uno de los pilares de su mandato. No en vano, había hecho de ella una de las banderas de su campaña; la principal, sin contar con su (¿malograda?) propuesta de ‘Paz Total’ con los grupos armados.
El primer presidente de izquierda en la historia colombiana se planteó un objetivo verdaderamente ambicioso: entregar 3 millones de hectáreas al campesinado sin tierra para ponerlas a producir y formalizar los títulos de propiedad de un total de 7 millones de hectáreas. Para cumplir con la primera de las metas, no tuvo reparos en alcanzar un acuerdo, ratificado al día siguiente de asumir la Presidencia, con la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán).
Petro calificó el pacto, que buscaba garantizar la compra de 3 millones de hectáreas a miembros de la organización, como un hito histórico. No exageraba, ni mucho menos. Hablar del gremio de los grandes ganaderos es hablar de los mayores terratenientes del país. Y Fedegán, más que una expresión organizativa gremial, ha ejercido como sujeto político alineado con las políticas del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Como para el uribismo el campesinado organizado no es sino la base social de las guerrillas, no sorprenderá que sean varios los casos de socios de Fedegán condenados por tener vínculos con grupos paramilitares de extrema derecha, como las Autodefensas Unidas de Colombia.
Pero Petro quiso hacer de la reconciliación su bandera, al menos durante su inicio de mandato. ¿Mera estrategia? Probablemente. Pero el país todavía recelaba que el recién elegido mandatario de izquierda se pusiera a nacionalizar, por aquí y por allá. El “¡exprópiese!” del fallecido presidente Chávez de la vecina Venezuela, todavía resonaba y era utilizado como arma arrojadiza por sus detractores. La presión mediática era tal, que la vicepresidenta Márquez y él, en campaña, habían firmado una declaración jurada ante notario, comprometiéndose a no expropiar ni bienes ni riquezas si alcanzaban el poder.
Pero una legislatura da para muchas cosas; más en Colombia. De ese optimismo pactista inicial, poco queda hoy en día. En la atmósfera política colombiana reina ahora la confrontación. ¿Acaso alguien pensaba que las élites que moldearon el país iban a permitir que se lo transformaran sin dar la batalla? Nada más lejos. Como sucedió con los otros proyectos, la Reforma Agraria ha ido avanzando a trompicones, ralentizada por un interminable número de envites judiciales y administrativos. La oposición, buena conocedora de los entresijos del Estado, colocaba piedras en el camino del cambio; el Gobierno, dicho sea de paso, también contribuía, pagando cara su inexperiencia y el cainismo intrínseco de la izquierda. Sin obviar, por supuesto, la debilidad de la institucionalidad colombiana, infectada por prácticas nepotistas y cleptócratas.
Este es el escenario con el que el 20 de julio se inició la última legislatura del “Gobierno del Cambio”. Un sprint final con el que llegar lo más lejos posible en esta carrera de fondo que es la Reforma Rural Integral. La encomiable tarea será dirigida -previsiblemente, porque aquí nada es definitivo- por Martha Carvajalino, como ministra de Agricultura y Desarrollo Rural, y Juan Felipe Harman, como director de la Agencia Nacional de Tierras; ambos asumieron sus responsabilidades en 2024. El último entendió rápidamente la necesidad de aportar cifras al Presidente, una vez éste asumió que el país no se iba a transformar en cuatro años.
Para acelerar los resultados, comenzó a aplicar un sistema de entregas temporales. El esquema se resume en tres etapas: preacuerdos con la antigua persona propietaria de las tierras; grandes eventos de entrega que movilicen al campesinado y a los movimientos afro e indígena; y, finalmente, desde la oscura soledad de los despachos, equipos técnicos resolviendo los engorrosos trámites legales. El tiempo dirá si este último paso no traerá problemas en el futuro, viendo el fracaso parlamentario del intento de Reforma Tributaria en 2024.
Más allá de conjeturas, las últimas cifras oficiales confirman lo que todo el mundo sabía: primero, que el Gobierno se toma en serio la reforma agraria, quizás por vez primera en Colombia; por otro lado, que el esfuerzo es aún insuficiente, por lo que quedarán todavía muchas tareas por hacer a los siguientes ejecutivos. En efecto, en el fondo nadie se creyó los ambiciosos objetivos que se puso el Gobierno al inicio de su mandato; el mismo Petro redujo casi inmediatamente a la mitad esas metas. Así, los últimos datos proporcionados dicen de algo más de medio millón de Ha en tierras tituladas a nuevos propietarios y 1,5 millones de Ha en tierras formalizadas para quienes ya disfrutaban de su tenencia.
En estas cifras, se incluye la constitución de más de 100 resguardos indígenas nuevos, la ampliación de 80 y la titulación colectiva en favor de 60 comunidades negras. La actualización del registro de la propiedad de tierras (el Catastro Multipropósito) ha alcanzado a algo más de la cuarta parte del territorio nacional. El desarrollo de capacidades agrícolas y la transformación territorial (PDET) son difíciles de evaluar: la implementación descentralizada ha ido en detrimento de una sistematización de datos sobre la inversión, necesaria para un análisis comparativo y una rendición de cuentas.
Con todo, se anunció un presupuesto de 2,3 millones de pesos colombianos (más de 500 millones de €) para los últimos dos años de mandato; un 45% de los recursos del fondo principal para financiar la paz. De este modo, a expensas de saber hasta dónde podrá llevar la reforma en su último año de mandato, el balance es positivo, pero insuficiente.
Conscientes de la fugacidad del tiempo y recelosos de lo que pueda llegar, desde el “Gobierno del Cambio” llevan tiempo implementando una estrategia que busca blindar el proceso. Así, han recurrido a quienes jamás le van a fallar: los movimientos de base. Respondiendo a una demanda histórica del campesinado, tanto el Gobierno como sus entidades se vienen encargando de fortalecer las figuras de gobernanza campesina en los territorios. Para ello, comenzó reconociendo constitucionalmente al campesinado como sujeto político de derecho y especial protección; después, se priorizaron las entregas a colectivos de campesinos, frente a individuos. Finalmente, se impulsó la constitución masiva de Zonas de Reserva Campesina (ZRC) y Territorios Campesinos Agroalimentarios (TECAM).
Estas figuras de gobernanza campesina, permiten decidir colectivamente el devenir de amplios territorios, estableciendo reglas a los usos productivos del territorio y buscando proteger el medioambiente y la cultura campesina. Estas iniciativas, sin embargo, no han estado exentas de conflictos. Los primeros en el seno del propio campesinado, cuyas organizaciones de cabecera compiten para que sean sus propuestas (ZRC o TECAM) las hegemónicas en el territorio.
Pero además, también ha habido resistencias externas; no solo de grandes propietarios. Los pueblos indígenas y afro, cuyos derechos colectivos fueron consolidados en la legislación que siguió a la Constitución de 1991, han visto con desconfianza la proliferación de estas figuras, temiendo que su autoridad territorial pueda quedar en entredicho.
Además, también existen voces discordantes dentro del propio Gobierno, que piden limitar la entrega tierras al campesinado en áreas de gran valor ecológico; la ampliación de la denominada “frontera agrícola” implica un mayor riesgo de desertificación, pérdida de biodiversidad y degradación de los suelos. Estas tensiones interétnicas e intragrupales, surgidas en muchos rincones del país, están siendo abordadas con estrategias de diálogo. Petro es consciente que estos fueron los grupos que le auparon al poder y serán parte fundamental del proyecto político de la izquierda en el medio plazo; no le conviene tomar parte por ninguno sobre otro. Un difícil juego de equilibrios, que intenta superar mediante la concertación. Y concertar, conlleva tiempo. Tiempo que, poco a poco, se le agota.



