Salina de San Vicente: la última superviviente en la que lograr "la sal con la que cocinaban nuestras abuelas"

Data de 1725 oficialmente, aunque ya existía de antes y es la única que queda en San Fernando a pesar de la tradición que ha habido en este municipio de la Bahía de Cádiz a lo largo de su historia

Un salinero trabajando en la salina de San Vicente.
Un salinero trabajando en la salina de San Vicente. MANU GARCÍA

La gente que es de fuera se extraña cuando un cañaílla afirma rotundamente que vive en una isla. El gentilicio de 'isleño' no es gratuito, aunque algunos necesiten las imágenes de satélite para aceptarlo. Por un lado todo es mar, océano Atlántico para ser concretos. Por el otro, marismas en las que destaca el caño de Sancti Petri. Esta parte fue, en su día, la frontera de España. El resto había sido conquistado por las tropas napoleónicas, pero la Isla de León resistió. Y en parte fue por estas peculiaridades.

Este entorno ha sido tradicionalmente propicio para el funcionamiento de las salinas. De hecho, el traje típico en San Fernando sigue siendo el de salinero y el de salinera a pesar de que en la práctica ya no se usan. La historia de esta profesión está estrechamente ligada a esta ciudad de la Bahía de Cádiz que hasta hace no demasiados años contaba por cientos el número de salinas en las que se conseguía sal de primera calidad. Estamos en el año 2022 y en este término municipal tan sólo sobrevive una. En el resto de la Bahía de Cádiz, tampoco se cuentan muchas más.

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Un salinero arrastra la sal.   MANU GARCÍA
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Un puñado de sal lograda.   MANU GARCÍA

Es uno de los últimos días del veraniego mes de agosto. El cielo está encapotado, aunque no hay amenaza de lluvia. Un alivio para la Salina de San Vicente, donde sus tres salineros trabajan con normalidad. No les queda mucho tiempo para acabar la temporada. En el momento en el que comiencen con asiduidad las precipitaciones, se acabó lo que se daba. La sal lograda hasta entonces será la 'cosecha' de este año. Uno de los salineros con botas de agua empuja una pala en uno de estos meandros que acumulan sal. En la orilla, espera una especie de camioneta que asiste mecánicamente para que el trabajo sea algo más llevadero. 

Se trata de un negocio familiar que ya va por la cuarta generación. Manuel Ruiz es uno de los cinco hijos que componen la sociedad actual para que esta mítica salina siga funcionando. Con el tiempo el negocio - si se puede llamar así - se ha tenido que reinventar hasta el punto de convertirse también en un salón de celebraciones con su restaurante para bodas, bautizos y comuniones, aunque también para cócteles de bienvenidas institucionales o como plató para algunos programas de televisión sobre cocina, "no ganamos dinero, pero invertimos", reconoce Manuel.

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La sal marina se acumula en montones.   MANU GARCÍA
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El tono rojizo conquista la salina.   MANU GARCÍA

El 80% va para el personal, el resto para arreglar maquinaria o implantar mejoras. Este restaurante ha evitado que algún problema económico en época de crisis fuera a mayores, "decidimos que el pescado de estero no saliera al mayorista a bajo precio sino que se quedara en el restaurante. Con eso ganamos el valor añadido". Todo este proceso está medido, el procedimiento es cuadriculado y no se mata ninguna lubina ni ninguna dorada más de las necesarias para los comensales.

Llama la atención que el tono rojizo se impone sobre las aguas sin necesidad de viajar a Marte, el motivo es que una de las algas que tiene la capacidad de vivir en la salina es la dunaliella salina, de tamaño microscópico, que con la fotosíntesis produce un pigmento de ese color". Aunque por el camino hay otros pasos, es el motivo del color rosado de las plumas de los flamencos.

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Manuel Ruiz, uno de los cinco hijos que forman la cuarta generación en la salina San Vicente.   MANU GARCÍA
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La carreta antiguamente era tirada por burros, ahora forma parte de la decoración del restaurante.   MANU GARCÍA

San Vicente es la última superviviente, pero no sabemos si es la primera. La primera referencia que existe sobre ella está en los archivos de Simancas y data de 1725, pero en dichos documentos se deja claro que era una salina del rey "preexistente". En esa fecha la adquirió un inglés cuyo nombre no es excesivamente original, John Smith, que decide establecer una fábrica de jarcias hasta 1775. Desde entonces, la única actividad que se desarrolla es la de la salina. Con las desamortizaciones de Madoz y Mendizábal pasó a manos de particulares "y poco a poco va pasando de mano en mano hasta que en los años 20 la compran mis bisabuelos", narra Manuel. Un siglo antes, fue escenario de uno de los principales combates de la Guerra de la Independencia y eso se nota en la actividad diaria porque, de vez en cuando, aparece una bola de cañón. De las que se usaban para los tirabuzones.

El abuelo de Manuel fue el gran impulsor de lo que se ve allí hoy en día porque era empresario, pero sobre todo porque era un trabajador de la salina, conocía perfectamente cómo funcionaba aquello y, de hecho, San Vicente no era la única de su propiedad. Allí comenzó a fabricar maquinaria específica como un molino de sal que se quemó recientemente por culpa de una colilla. La tercera generación - su padre - siguió con el desarrollo de la maquinaria, "mi padre sabe arreglar solo la maquinaria sin recurrir a terceros porque estas maquinas son inventadas y nadie es capaz de hacerlo", explica Manuel. 

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Flor de sal formada en la salina.   MANU GARCÍA
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Una de las máquinas fabricadas por la familia.   MANU GARCÍA

Uno de estos inventos más recientes no es del padre, sino del propio Manuel. Con el fin de conseguir un proceso limpio del secado de la sal, para mejorar su calidad, juntó un contenedor naval con cuatro motores solares que funcionan como ventiladores, inyectan el aire caliente, provoca que salga el húmedo y consigue el secado flor de la sal de forma natural sin electricidad.

La flor de sal es, concretamente, la denominación de la sal de más calidad. una especie de aceite de oliva virgen extra. Aquí se consiguen entre 10 y 20 toneladas por temporada, dependiendo de los vientos. Cuanto más poniente, más flor de sal. La otra modalidad, la sal virgen, es más abundante. Aunque habitualmente se logran 2.000 toneladas, 'sólo' terminan siendo aprovechables 300. Toda la terminología está estipulada en la normativa estatal desarrollada entre 2009 y 2011 para hacer frente a las grandes empresas fabricantes de sal industrial. Eso sí, España la adoptó más por el hecho de que ya existían estos términos en Francia y Portugal que por un interés propio, comenta Manuel.

Aunque las salinas industriales producen mucha mayor cantidad, la calidad es mucho menor, de ahí que el lema de esta salina sea "la sal con la que cocinaban nuestras abuelas". Técnicamente, la "sal marina tiene menos sodio que ninguna sal, más magnesio y más potasio". Esto provoca que, aunque el 90% de la sal que sale de aquí se comercialice en España, hay un 10% que sale hacia países que producen sal de baja calidad como Estados Unidos, Japón o Alemania.

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El interior de este contenedor donde se seca la sal.   MANU GARCÍA
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Uno de los barcos de pesca supervivientes.   MANU GARCÍA

Manuel define lo que allí se ve como "muy poético para el que viene de fuera, pero muy duro para el que lo trabaja". Y es que no sólo deben estar pendiente de lo que ocurre dentro de los límites, sino también fuera. A apenas un kilómetro se sitúa un polígono aprobado antes de la puesta en marcha de la ley de costas. Esto provoca que muchos residuos vayan a parar a la salina constantemente. También existe la amenaza de furtivos. La ley, además, no contempla salinas y piscifactorías, "sin la mano del hombre esto no se mantiene".

Las relaciones con las administraciones en un entorno como este, a pesar del potencial, no son sencillas "porque ven como enemigo todo actividad industrial o empresarial en la marisma", sin embargo, a Manuel le consta que tanto "grupos ecologistas, como las universidades dicen que es al revés y que gracias a la salina se mantiene el entorno". Justo en los límites hay varios barcos con maderas putrefactas y difícil de sacar sin la ayuda de las administraciones, "nos hubiera gustado sacarlo pero tienen hormigón en la parte baja y con una grúa se despedaza", señala Manuel.

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Detalles de la salina.   MANU GARCÍA
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El envasado final de la sal marina virgen.   MANU GARCÍA

Este entorno único guarda muchas cosas que aún no se conocen, pero que empiezan a conocerse. Un acuerdo con la Universidad de Sevilla, más concretamente con la Facultad de Química, ha facilitado que se realice un estudio sobre las aguas de la salina, "durante dos años hemos estado analizando las aguas para ver qué tenían y en qué porcentaje", introduce el responsable de la salina sobre el procedimiento. "Hemos metido el agua en contenedores sabiendo exactamente lo que tiene. Hay media tabla periódica. No hablamos de oídas, hemos invertido y sabemos lo que tiene".

Una vez acabado el verano y con la llegada de la lluvia todo cambia. La sal lograda se acumula en montones y el proceso se automatiza porque tanto las autoridades como los consumidores exigen que la mano del hombre intervenga lo menos posible para evitar contaminaciones.

De momento, San Vicente resiste, "ya veremos cuando falte mi padre", dice Manuel en referencia a que es el único que tiene conocimientos sobre un gran porcentaje de las máquinas que hay allí para trabajar. Lo que está claro es que, si desaparecen las salinas, desaparece la "sal con la que cocinaban nuestras abuelas" que es "distinta a la de nuestras madres".

Sobre el autor:

Emilio Cabrera.

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