“Yo he sido muy pija en la limpieza”, dice una mujer que ha dedicado toda su vida a atender a quienes lo necesitaban. Carmen Sánchez Espejo es una de las cuatro asistentas sociales que iniciaron el servicio de ayuda a domicilio en España. Estaba en el momento y en el lugar para ser pionera en este sector feminizado que hoy en día sigue luchando por sus derechos. Ella se encargaba de hacer posible la autonomía de las personas dependientes. Era las manos y los pies de personas mayores que ya no podía valerse por sí solas.
Carmen era de las favoritas. “Es que como tú, no limpia ninguna”, le decían las usuarias, que la querían con locura e incluso la echaban de menos cuando el servicio era asignado a otra compañera.
Esta cordobesa de 80 años, natural de Montilla y residente en Chiclana, se mudó al barrio de Chamberí de Madrid en los años 60, una vez terminado el período de posguerra. Fue con 19 años, cuando decidió mudarse a la capital con tres amigas más. “Éramos nueve hermanos. Cuando cumplíamos los doce, mis padres nos quitaban del colegio para que trabajásemos en el campo. Pero a mí me sentaba muy mal. En invierno, cuando iba a coger aceitunas, me dolía el costado”, recuerda.
Así que solía escabullirse hasta que buscó una alternativa y empezó a trabajar en la clínica de un médico de su pueblo. “Eso fue una deshonra, mis hermanos me dejaron de hablar y todo”, dice Carmen, que terminó por hacer las maletas en busca de un futuro mejor.

Cuando llegó a Madrid, se instaló en un convento –"porque una de mis amigas tenía una vocación tremenda para ser monja”– y aprendió labores. Las religiosas la prepararon para desempeñar tareas domésticas y la enviaron a servir de interna en distintas casas. “Fregaba como una loca”, dice risueña.
Con el tiempo, Carmen se casó y se mudó a una corrala en la que no disponían de váter privado. “Pasamos un momento de crisis y busqué trabajo. Empecé a limpiar en casa de mi cuñada y de gente cercana”, cuenta. Hasta que un día, con la esperanza de mejorar su situación económica, pidió ayuda a los servicios sociales.
Recuerda que cuando fue a hablar con la asistenta social, le contestó que no le podían dar dinero, pero le habló del nuevo proyecto de ayuda a domicilio que se estaba fraguando. Por entonces, no había servicios suficientes para poder completar una jornada, sin embargo, Carmen aceptó. No olvida el nombre de la primera persona a la que atendió. Se llamaba Encarnación Estévez y vivía en García de Paredes. Solo tenía que llevarle la comida. “Una hora era lo que tardaba y lo que me pagaban”, recuerda.
Este servicio esencial estaba en pañales. En 1983 se publicó en el BOE, con el gobierno de Enrique Tierno Galván, primer alcalde de Madrid en el período democrático, y, poco a poco, fue aumentando. En el resto de España no existía nada parecido. Era el inicio de una asistencia domiciliaria sin precedentes que consistía en aportar compañía, seguridad y atender las necesidades básicas.

“Empecé con una hora, pero llegué a dar hasta siete comidas al día. Mi hijo pequeño se venía conmigo. Él se quedaba abajo en el portal con el carro y yo subía el termo”, cuenta Carmen, que desempeñó el trabajo en casas del barrio de Chamberí. Normalmente, asignaban los servicios en la zona de residencia de la trabajadora y, en su caso, residía en la calle Ponzano, hoy epicentro del ocio y la gastronomía.
Para esta cordobesa no fue nada fácil. A su mente no le vienen recuerdos agradables de aquellos primeros años. “He tenido servicios muy malos porque en aquella época había mucha gente mayor abandonada en sus casas. He tenido casos en los que he tenido que pedir que me cambiaran el servicio porque estaba perdiendo el estómago”, comenta a lavozdelsur.es.
En ocasiones, se encontraba las viviendas repletas de basura e, incluso, tuvo que llamar para que realizaran labores de desinfección. “Me subí a una silla porque las cucarachas se me ponían encima”, recuerda Carmen, que se topaba con nidos de cucarachas en los armarios. “Horroroso, la verdad”, dice.

También tuvo dificultades para asear a las personas mayores debido al pudor que profesaban, en una época marcada por los valores tradicionales. “Muchas mujeres no se dejaban, eran muy rebeldes para desnudarse. Yo les decía que las tenía que lavar bien y que no pasaba nada, que yo estaba acostumbrada y que no iba a estar pendiente de su cuerpo”, explica.
Además, muchas casas no tenían baños y tenía que recurrir a barreños. “Te dabas por contenta si te tocaban personas que tenían baños”, dice la cordobesa, que también llegó a sufrir intoxicaciones por los productos de limpieza con los que estaba en contacto.
En casa de la poeta María Cristina Montes
Lejos de la dureza del trabajo, Carmen se queda con las alegrías que le brindaba esta labor humanitaria. Las charlas con las señoras y el cariño, que al final, les cogía. Entre ellas, casualmente, le asignaron cuidar a María Cristina Montes, poeta y escritora durante la Guerra Civil y la dictadura franquista. “Ella tenía cerca de 90 años, era ya muy mayor. Yo le hacía la limpieza”, dice.
En un cajón de su casa guarda poemas que la poeta le dedicó durante su servicio. Versos de su puño y letra que reflejan el buen hacer de Carmen:
Carmen, asistenta social,
ayuda a los enfermos con gran humanidad.
Sonriente y amable y limpia de verdad.
La medalla del trabajo ganada la tiene ya,
y si se la diesen, Dios se lo premiará.
Mayo de 1991.
La mujer sonríe cuando recuerda este gesto de aquella “señora encantadora” que hoy aparece en los libros de historia muy fugazmente. De lo poco que queda de su biografía, destaca que esta poeta madrileña participó en Versos y faldas, la única tertulia madrileña feminista durante la dictadura franquista, a principios de los años 50.
“A ella y a todos les he atendido como si fueran parte de mi familia. He estado muy pendiente de ellas. Eso es verdad que me satisface”, expresa Carmen, que solía arreglar los desperfectos de las casas, aunque no fuese su tarea principal.
En esos inicios también destaca su faceta como sindicalista, participante en la creación de la primera empresa contratada por la administración e implicada en la lucha por la mejora de las condiciones laborales de las trabajadoras, ampliación de horas o salarios. Aspectos que hoy siguen sonando.
Según datos del Ministerio de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, el 47% de las trabajadoras de atención domiciliaria tiene un contrato parcial. En el país, 489.900 personas trabajan en el Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia, y, 8 de cada diez son mujeres.
Carmen comparte su vida de lucha y entrega desde el centro de mayores de Santa Ana, en Chiclana, ciudad a la que se mudó tras jubilarse.


