Cargan sobre sus espaldas una tradición con siglos de historia y tienen la responsabilidad de representar a Jerez y sus vinos con el mismo ímpetu que multinacionales con facturaciones y producciones millonarias. Muchos jerezanos ni habrán oído hablar de ellas, mientras que otros lo habrán hecho de casualidad gracias a algunos restaurantes y tabancos que buscan diferenciarse con un producto diferente y de calidad. Hablamos de esas pequeñas bodegas del Marco que sobreviven a duras penas, pequeñas empresas familiares que dirigen unas pocas personas, en ocasiones una sola y que, más allá de un negocio, ven un halo romántico en lo que hacen. Jerez contaba hace más de un siglo con más de 200 bodegas. Hoy apenas sobreviven una veintena, y que lo hagan algunas de las protagonistas de este reportaje no es que sea milagroso, sino que se debe al gran esfuerzo de sus impulsores, emprendedores que no saben lo que son fines de semana y festivos porque, como bien dicen, los vinos son como niños a los que hay que tener controlados y pendientes a diario.

“Esto era un negocio ruinoso, sobre todo los que éramos almacenistas, pero ahora, gracias a los grandes chefs, que apuestan por los jereces, está resurgiendo. Todo el mundo habla de esa sherryrevolution y eso se nota en las ventas. La juventud también bebe hoy vino, algo impensable antes, y luego está esa confianza de que los vinos viejos de crianza oxidativa son el futuro”. Quien habla es Gerardo del Pino Íñiguez, 57 años y gerente de Cayetano del Pino, bodega ubicada en plaza Silos y fundada en 1886. Aunque Gerardo, cuarta generación de la familia dedicada al negocio vinatero, es propietario de la bodega junto a su padre y tres hermanos, sólo él la trabaja. Aquí está prácticamente solo todo el año, salvo en la vendimia, cuando un primo le echa una mano en las faenas propias de esa época. “Aunque ahora la bodega es rentable, si tuviéramos que vivir de ella sería complicado”, señala para dar a entender que es innecesario que haya mucha más gente trabajando directamente en la empresa.Actualmente venden sus vinos, palo cortado y amontillado, tanto a granel como embotellado, aunque reconoce que esto, para el negocio, supone “poca cosa”. “El sustento es vender a grandes bodegas”. Por eso también venden como almacenista a Lustau su palo cortado, envejecido durante más de 20 años en una limitada Solera que cuenta con tan sólo 22 botas. Sin embargo, el negocio de almacenista tampoco fue bien no hace tanto. “Estuvimos 15 años sin movimiento alguno, soportando las mermas. Las grandes bodegas redujeron existencias y no nos compraban. Pero ahora, cuando ya están interesadas, se encuentran con que tenemos un vino de 15 años que hay que pagarlo, y a muchas no les interesa comprar”.

No muy lejos de ahí, en las Puertas del Sol se encuentra Bodegas Blanca Reyes, sucesora de Bodegas Espinosa de los Monteros, fundada en 1884. Telmo Manuel Moreno, 47 años, despacha una garrafa de oloroso a una joven. “Yo aquí soy un 4x4: gerente, administrador, arrumbador y encargado de la atención al cliente”, señala. Como Gerardo del Pino, él es el único que está al frente de la bodega, que heredó de su madre al enviudar ésta de Aurelio Blanca Reyes, un profesional del transporte enamorado del vino, con el que se casó en segundas nupcias, y quien en 1985 se hacía con el cien por cien de la empresa, en manos por entonces de González Byass y de Francisco Espinosa de los Monteros, a la sazón su suegro.

Apenas tenía Telmo 27 años cuando la inesperada muerte de su padrastro le hizo hacerse cargo de la bodega. Aurelio apenas tuvo tiempo de inculcarle nada del negocio y del mundo del vino, aunque afortunadamente, el joven tuvo grandes maestros, como Manuel Lozano, Juan Fuentes o Rafael García. Ahora, tras pasar de ser almacenista para convertirse en una bodega de crianza y expedición, Blanca Reyes sobrevive “gastando poco e intentando ser lo más rentable posible”, señala Telmo, que explica que de las 2.000 botas con las que contaban hace 35 años, ahora solo tienen 500.Para cuando hacemos la entrevista, el empresario está enfrascado en una auditoría que le exige el Consejo Regulador, organismo que exige una serie de requisitos a las bodegas para que, entre otras cosas, puedan comercializar sus vinos como fino, amontillado, oloroso, cream, palo cortado o Pedro Ximénez. Sin embargo, esas exigencias suponen unos gastos que muchas pequeñas bodegas no pueden soportar, por lo que se ven obligadas a salir del Consejo y, por lo tanto, no poder vender su producto con el tradicional nombre de los jereces. Es más, ni podrían usar la palabra jerez. “¿Cómo tendríamos que vender esto, como vino de mesa? No lo compraría nadie”, explica Telmo, que con una mezcla de pesimismo y realidad afirma que “esto no da dinero. Yo estoy aquí porque soy hijo único, si no hace ya 25 años que me había ido de Jerez”. Y añade: “Esto es vivir para trabajar. Yo soy autónomo, llevo 27 años sin cogerme un día de vacaciones, porque día que cierre el despacho, día que no ingreso”.

La explicación gráfica de lo que cuenta nos la enseña en forma de tabla de precios en una pared de su despacho. El fino joven, por ejemplo, lo vende a 2’95 euros, si bien su ganancia es 2’05, ya que el resto se va en impuestos. “¿Aquí quién gana realmente? ¿Yo, que vendo una botella de un litro a ocho euros, o el bar que me lo compra a granel y que luego le saca 16 copas, que las vende a dos euros cada una? Aquí el pequeño solo puede competir con el grande en calidad, nada más”.También con esa premisa trabajan en las bodegas Faustino González. En una pequeña bodega de la calle Barja se alojan 480 botas centenarias que cuida con esmero Jaime González García-Mier. “Esto es un negocio de románticos, pero estamos trabajando para que sea un negocio de verdad. De momento estamos consiguiendo que no nos cueste el dinero”, señala el gerente de la empresa.

La bodega, que fue almacenista desde 1971, lleva embotellando y comercializando sus vinos desde 2014. Sus vinos en rama —fino, amontillado, oloroso y palo cortado— son creados artesanalmente, a la antigua usanza, y embotellados sin filtrar para que conserven el aroma, sabor y color propios de la crianza bajo velo de flor. Todo este proceso se inicia en la viña que su familia posee en Montealegre, algo insólito ya que hablamos de una de las bodegas más pequeñas del Marco. Eso sí, no toda la uva irá destinada a Faustino González. “Vendemos parte de ella, y eso nos supone una ayuda económica. Ten en cuenta que la viña tiene 24 operaciones a lo largo del año, y eso supone grandes costes”.

Con una producción que no llega a las 8.000 botellas, Jaime tiene claro que las pequeñas bodegas tendrán futuro si apuestan “por la calidad y por darse valor”. “Cuando yo digo que vendo una botella a 16 euros, en Jerez me dicen que es caro. Fuera de aquí, no”. De momento, en Faustino González presumen de tener el fino mejor valorado de todo el Marco, con 93 puntos Parker sobre 100, pero es que su oloroso, su amontillado y su palo cortado no bajan de los 92 puntos, y sus vinos ya se pueden encontrar en restaurantes con estrella Michelín como Aponiente, Avantal, Dani García o Quique Dacosta.

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Jorge Miró

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