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El bonito reencuentro entre los veteranos que hicieron la mili en el antiguo aeródromo militar de La Parra y las que, en aquella época, regentaron la vecina venta del mismo nombre, Pepa Bernabé y María Ruiz.

Eran chavales de 17 o 18 años, seguramente más maduros que los de hoy día a esa edad, pero niños a fin de cuentas que, en su mayoría, no habían salido nunca de casa. Ante ellos, 16 meses de mili. Había que servir a la patria, decían por entonces, y a Jerez, que antaño era tierra no sólo de vinos y caballos, también de cuarteles, venían adolescentes por miles procedentes de toda la provincia y de localidades sevillanas cercanas como Lebrija o El Cuervo.

En los terrenos que actualmente alberga la escuela de pilotos, junto al aeropuerto, se encontraba la base aérea de La Parra, sede del Ala 22 desde 1962. Ataviados con sus característicos uniformes azules, más de un recluta llegaba perdido e incluso sobrepasado ante lo que se le venía encima. A Rafael Candón, curiosamente, el primer recuerdo que se le viene a la mente de su primer día de mili fue el café caliente que le sirvió María Díaz en la venta La Parra, a escasos doscientos metros de la base. Sin saberlo todavía, acababa de conocer a la que con el tiempo consideraría como su segunda madre.

Pero para hablar de Rafael y de María aún toca echar la vista más atrás. Es 1959 cuando los padres y los hermanos de Pepa Bernabé Trujillo montan la histórica venta. Eran tiempos de cerveza y muchos bocadillos de caballa, más que de platos elaborados. En 1962 empezaron a llegar los primeros reclutas a la base. Como no podía ser menos, las horas libres las pasaban o en la cantina de la base o en la venta, que empezó a ver un filón en aquellos chavales aunque más de uno siempre anduviera pelado de dinero.

Hablábamos de Pepa Bernabé porque es una de las protagonistas de esta historia. Quizás así a bote pronto no le suene su nombre, pero si decimos que es la propietaria de la no menos histórica Casa Pepa, en Madre de Dios, ya quizás le pongan hasta cara. Porque ¿quién no ha comida al menos una vez en su vida allí?

La cuestión es que Pepa, en 1968 y con 32 años, se hace cargo del negocio una vez fallecido su padre y después de que uno de sus hermanos decidiera también dar un paso al lado. Hasta entonces, Pepa señala que lo único que había hecho en su vida era “hacer croché y llorar”. Pero ahí estuvo un hermano pequeño para animarla a coger el negocio, y no se lo pensó. “Fui la primera mujer empresaria de Jerez, y eso sin saber leer ni escribir”, señala.

No se arrepintió, desde luego. “Fueron los mejores años de mi vida. Aquí me lo guisaba y me lo comía todo” explica sin dudarlo Pepa, ahora casi octogenaria. Ella era la que llevaba las riendas del negocio, y a su manera era como tiraba para adelante, aunque a veces fuera por cauces nada convencionales, ya que no era raro ver a los propios soldados hacerse sus bocadillos en la cocina, o incluso verlos fregar de vez en cuando el suelo cuando la venta estaba hasta arriba de gente.

Y es que, la relación de Pepa con “los niños” del Ala 22 siempre fue “estupenda”, desde el primer día hasta el último que pasó en la venta, en 1982, cuando por expreso deseo de su madre tuvo que ceder el negocio a otro hermano y a la mujer de ésta, María, nuestra otra protagonista.

María Díaz, de 71 años, trabajó catorce en la venta, desde 1982 a 1998, y como Pepa, sólo tiene buenas palabras de aquella época, a pesar del trabajo que suponía llevar el negocio y tener que sacar adelante a cuatro hijos, uno además con problemas de salud. A diferencia de Pepa, ella se encargó más de la cocina, haciendo famoso entre los reclutas ‘el completo’, un menú a elegir entre bocadillo de tortilla, de filete o de hamburguesa, además de bebida y postre.

Bien los recuerdan Rafael Candón, Luis Abucha y Francisco Romero, tres de esos niños del Ala 22 ya convertidos en hombres. Por su edad, los dos primeros de 46 años y el tercero, de 49, sólo conocieron en la venta a María, pero por compañeros aún más veteranos saben también lo mucho y bueno que hizo Pepa por los jóvenes reclutas.

“Éramos madres, así que a ellos los veíamos en gran medida como si fueran también nuestros hijos”, coinciden María y Pepa. “Aquí nadie puede hablar mal de ellas”, señala Rafael, que no olvida aquellos tiempos de cervecitas y futbolines entre las cuatro paredes de La Parra cuando tenían horas libres. O los bocadillos que guardaban en las guerreras para los compañeros que hacían guardias, indica Francisco. “¿Y cuándo teníamos que hacer instrucción con cuidado de no dar tumbos de las cervezas que nos habíamos tomado?”, recuerda Luis.

Ese papel de madres era diario. Desde coser botones hasta servir de paño de lágrimas. “Nos contaban todas sus intimidades y problemas. Alguno daba hasta pena”, explica María. Pepa, por su parte, incluso tuvo que hacerse un día la loca, cuando un recluta pidió esconderse de un capitán. Qué no habría hecho el muchacho.

Eso sí, el agradecimiento en muchas ocasiones era recíproco. “El mejor mero que me he comido en mi vida me lo regaló un matrimonio de Algeciras que tenía al hijo en la base”, recuerda María.

En 1993, el Ministerio de Defensa decide trasladar la sede del Ala 22 a la base aérea de Morón, en Sevilla. Desaparecía así la juventud, el descaro y la alegría que aportaban los reclutas, por mucho que a la venta siguieran acudiendo taxistas y usuarios del aeropuerto. En 1997, María tiene que cede el testigo a su hija Celia para cuidar a su marido, pero Celia, por motivos de estudios sólo puede aguantar un año más al frente del negocio.

Hoy, La Parra sigue en pie y funcionando, aunque los uniformes azules del Ala 22 y los acentos autóctonos se han cambiado por los internacionales de los alumnos de la escuela de pilotos. Pepa, durante la entrevista, afirma que se pone “temblona” cuando vuelve a pisar el que fuera su negocio durante más de una década. María, que tiene un terrenito a la espalda de La Parra, viene más a menudo, con su familia los fines de semana. “Aquí solté yo el acero. Hasta 50 kilos de patatas pelaba a diario”. Su hija da fe. “Entrar en la cocina era ver una montaña de tortillas”.

Ahora, aquellos niños del Ala 22, hoy veteranos, han decidido reunirse para darle el merecido homenaje que se merecen esas dos mujeres que durante 16 meses de sus vidas se portaron como sus segundas madres. Según sus cálculos, serán unos doscientos, aunque si por ellos fuera, serían miles los que les darían las gracias personalmente a Pepa y María. Y para redondear todo, el menú: el mítico completo de La Parra no podía falta. Aunque esta vez el mandil no se lo pondrán ellas.

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Jorge Miró

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