Las drogas, el paro, el hacinamiento y la ocupación ilegal de las viviendas asolan esta barriada deprimida ubicada en la zona Sur de la ciudad.

El envase es casi perfecto. En la barriada Estancia Barrera, una de las más conocidas dentro y fuera de la ciudad por ser un “centro comercial” de droga, viven parte de los 29.258 habitantes del Distrito 2. El número exacto de residentes resulta difícilmente cuantificable. Dos décadas atrás quedaron las chabolas, sus antiguos hogares, que durante años fueron referente de la pobreza en Jerez, como recogen los eruditos de la ciudad, los documentos oficiales de urbanismo, y trabajos de final de carrera. A principios de los 90, antes de la creación de una calle paralela a Obispo Cirarda, hoy conocida como Tío Juane, la marginalidad, el paro, la falta de escolarización y el hacinamiento caracterizaban esta zona tan próxima al centro de la ciudad y separada de ella socialmente casi por un abismo.

Hace apenas 20 años, el entonces alcalde Pedro Pacheco, decidió mejorar las condiciones de este gueto. En lugar de reubicarlos en viviendas de otras barriadas, la opción más viable fue la remodelación de las viviendas autoconstruídas, previa expropiación. Ahora la calle luce más coqueta, cuentan con los servicios básicos, y unas viviendas más dignas. Pero solo ha cambiado el envoltorio. Los apartamentos "modernos y funcionales" —como así eran calificados— continúan envolviendo el compendio de marginalidad que caracteriza a su población y que la convierte en un barrio vulnerable que todos —vecinos de otros barrios, políticos y la Policía— evitan visitar.

El centro de barrio Estancia Barrera, acoge a la Asociación vecina El Mirador, que hace honor a las amplias y diáfanas terrazas ubicadas entre bloques y bloques. Antonio Pérez, es su presidente. Ocupa el cargo desde que habitaron las nuevas viviendas en el año 96. Antes, “vivíamos en chabolas, frente a San Eloy y ahora vivimos en condiciones gracias a Pacheco”, recuerda mientras echan el ratito en las instalaciones. “Nos robó y nos ayudó. Nos pagó 1.300 pesetas por el metro y un perito nos dijo que como mínimo costaba 5.000, pero bueno”, intercambian opiniones. Pronto deben decidir si se quedan las viviendas en propiedad o si siguen de alquiler. La renta de cada una varía en función de cada apartamento, la cifra ronda los 50 euros mensuales. A Juani Pérez, le gustaría vivir en una planta baja, “pero por menos de ese dinero dónde vamos a ir con las pagas con las pensiones que tenemos”.

Un mediodía cualquiera cuesta creer que aquel es el barrio que copa los medios de comunicación con operaciones antidroga. Todo parece en calma. En las instalaciones de la asociación de vecinos realizan todo tipo de actividades, “menos gimnasia”. Las paredes están repletas de fotos que dan fe de que todo lo acontecido en estas dos décadas: talleres de pintura, costura, bailes, reuniones semanales de las mujeres, del equipo de futbol, de torneos de dominó… En una de las salas una paño carmesí cubre algo más de una decena de ordenadores. “Estamos cansados de pedir al Ayuntamiento colaboración para hacer actividades y tener un profesor de informática, pero no nos ayuda nada”. Se refiere al actual ejecutivo socialista porque “María José (llama a García-Pelayo por su nombre de pila) sí nos ayudaba, la de ahora nada, la invitamos a merendar y no viene, y Pilar Sánchez, menos”, cuenta Juani.

La desarticulación de los puntos de droga no es el único motivo por el cual el barrio es famoso. En los últimos tiempos, no han sido pocos los casos de okupas que han salido a la luz. Madres con hijos que toman viviendas vacías, por una u otras circunstancias, y que reivindican un hogar digno, hartas de vivir hacinadas en casas de sus familiares, en la mayoría de los casos, también vecinos de Tío Juane. En absoluto esta tendencia supone un problema para el resto de los vecinos. “No molestan a nadie”, dice Juani, que ya está entrada en años y sabe lo que es vivir en una chabola, a quien se le empaña el rostro cuando el asunto se menciona. “Si no tienen casa es normal que se metan aquí. Lo que tienen que hacer es darle una casa a las criaturas”. Sin dejar lugar a dudas, asegura que la armonía reina entre el vecindario: “Todos nos llevamos bien, nos conocemos y a los nuevos ya les iremos conociendo. Es una buena barriada, no sé por qué tiene tan mala fama”, apostilla.

En Estancia Barrera, el paro no es un porcentaje, es una plaga, una forma de vida, castiga a todos los vecinos. Al atravesar calle Tío Juane y alzar la vista, se observa una hilera hombres apoyados en uno de los puentes característicos que une dos bloques enfrentados. Charlan mientras contemplan el paisaje y las agujas de los relojes avanzan hasta la hora del almuerzo. En el parque infantil varios de ellos juegan a las cartas. “En eso se entretienen y hoy hay pocos”. Ella es una afortunada porque solo uno de sus tres hijos está desempleado.

La construcción y la subasta de la fruta en el Merca son los últimos empleos para los que han sido contratados. “El Merca, sí de dónde el Ayuntamiento se ha comido las subvenciones”, espeta uno de ellos. Otros dos, hermanos y sobrinos de Juani, viven en casa de sus padres. En total 15 miembros de una familia conviven bajo el mismo techo, una vivienda de tres habitaciones. Sus parejas apenas trabajan. “Limpian, aquí, allí, cuatro cosas que les salen, pero sin asegurar ni nada. Vivimos de los abuelos”. Sin excepción, expresan lo bien que allí se vive, poseen todo lo necesario en cuanto a equipamiento —aparcamientos, pistas de fútbol, limpieza—, pero nadie hace nada por solucionar el gran problema que les pesa: el desempleo. “La alcaldesa siempre llama a trabajar a los mismos”, se quejan. “En el Ayuntamiento lo que hay son muchos granujas, por eso los jueces los meten en la cárcel”, interviene otro jugador de cartas, que actualmente cobra el paro y que, según cuenta, se marchará fuera a trabajar cuando se le agote. “Luego llegan las cartas de embargo, claro, si no hay trabajo”, zanja el asunto Juani. Defienden que la zona no es insegura ni peligrosa. “La mujer que robaba ya está presa”, defienden estos vecinos. Las reivindicaciones no son nimias: vivienda y empleo para todos, ser tenidos en cuenta por los políticos, que pisen la barriada en la que casi todas las familias recurren a los servicios sociales y a Cáritas para comer, y acabar con las ratas alojadas allí desde hace años.

En las plazoletas y miradores, entre bloque y bloque, buscan cierta intimidad varias parejas y “refugio” grupos de jóvenes un día cualquiera. La mayoría, dicen, son de otras zonas de Jerez. Luis, estudiante de 22 años, vive en la plaza del Arroyo. Está sentado solo en un banco hasta que llega un amigo que tampoco es de Estancia Barrera. —¿Por qué estás aquí? “¿No lo ves? (alza las manos con las que está liando un porro). Por aquí no viene mucho la Policía”. Sus padres saben que frecuenta la zona y “obviamente no quieren que venga”. Según el joven esta barriada es mucho más tranquila que otras como El chicle o San Juan de Dios. “La Policía no suele aparecer por aquí, solo muy de vez en cuando, de paso”. Luis estuvo presente cuando hace un año ‘desembarcaron’ varios agentes armados con escopetas para desarticular un punto de venta de droga. “Pero los chavales de aquí no son tan malos y la Policía no les hace nada”.

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María Luisa Parra

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