Hay movimiento en el Cortijo de Torrecera, de la bodega Miguel Domecq, en plena campiña de Jerez. Las cuadrillas comienzan a cortar las primeras uvas de cepas de chardonnay, el suministro de las distintas marcas de la casa que se ‘alimentan’ de esta variedad, en especial el Entrechuelos Chardonnay. Se trabaja de noche, para cuidar a todos: tanto al fruto, que se ‘estresa’ con el calor que hace durante el día mediado el verano, como a las personas, para evitar un posible golpe de calor.
En este caso, se trata de algo más de veinte hectáreas de esta uva de origen francés, desde hace casi tres décadas asentada en la provincia de Cádiz. En Miguel Domecq se mima la trazabilidad de sus vinos: es su uva –no compran uva de fuera– que se recoge, deposita, fermenta, se cría y se embotella en el propio Cortijo de Torrecera.
Hablando de blancas, la chardonnay es probablemente la uva ‘internacional’ blanca más asentada en la provincia, pero no es la única. Ahí están también la riesling, la sauvignon blanc o la gewürztraminer, presentes tanto en viñedo de la campiña de Jerez como en algunas localidades de la Costa y la Sierra.
Habitualmente estas variedades comienzan a cortarse dos o tres semanas antes de que empiece propiamente la vendimia en el Marco de Jerez y darán lugar tanto a vinos monovarietales (caso del Entrechuelos Chardonnay o también el sauvignon blanc que hace Bodegas Aragón en Chiclana, un auténtico pionero también con viñedo propio ya a finales de los 90 cerca del mar) como en ‘coupage’, habitualmente acompañando a la uva palomino fino.
La instauración –el proceso de adaptación, cabría decir– de estas uvas internacionales comenzó a mediados de los 90. El Rancho de la Merced, la Estación de Viticultura de Jerez y la bodega sanluqueña Ferris participaron en distintas experiencias con estas uvas ‘internacionales’ y también con otras tintas (básicamente cabernet sauvignon, merlot, syrah o incluso la tempranillo, en principio propia de otras latitudes) para estudiar sobre el terreno sus posibilidades de adaptación a un clima considerado cálido como el de la provincia de Cádiz. En realidad, por entonces ya se habían producido experiencias exitosas y con salida comercial con la riesling –por lo que se refiere a las blancas– y la cabernet sauvignon en cuanto a las tintas, como lo demuestra la bodega Páez Morilla, que fue una auténtica visionaria en este tema. También Sandeman o González Byass tenían experiencias avanzadas antes de que la Consejería de Agricultura diera ese empujón desde instancias públicas.
Pasado todo este tiempo, las uvas de las que hemos hablado están en la indicación de calidad Vinos de la Tierra de Cádiz, pero la experiencia fue más amplia (incluso se ‘probó’ a ver cómo se adaptaba la uva albariño). De hecho, el Consejo Regulador llegó a plantearse algún tipo de amparo, siempre para los vinos blancos, pero esa idea no fructificó y con el paso del tiempo se olvidó por completo.
Giro hacia lo autóctono
Fue una idea signo de los tiempos, ya que estas uvas, la chardonnay, la sauvignon blanc o la cabernet sauvignon, por citar una tinta, estaban en pleno proceso de expansión por los ‘nuevos’ países vinícolas –Chile, Sudáfrica, Australia, solo por citar uno por continente– y buena parte de ese empuje se hizo a partir de estas uvas. En España, pese a su tradición propia, ocurrió algo parecido, incluso en denominaciones históricas como Rioja, que aceptó la cabernet, o Rueda, con la sauvignon blanc.
En ese contexto se produjo la introducción de estas varietales en la provincia de Cádiz, que es totalmente distinto al actual, en el que la idea imperante es una vuelta al terruño y a la recuperación de uvas autóctonas, con iniciativas como las de los ‘vinos de pasto’ por bandera.



