Pido perdón por dos agravios importantes hacia mis lectores. Siento muchísimo la demora en la nueva entrega gastropoética. A veces el apetito decide irse y es preciso dejar que regrese a su ritmo. El segundo agravio va en el artículo. Salud y gastropoesía.
Vaya mi más sentida y profunda necesidad de disculpa también a tantos amigos que me han recomendado Ceuta, y servidora siempre ha elegido otros destinos para conocer. Sí, debería haber ido antes. Aunque con vehemencia tengo fe en que hay un momento concreto marcado en la línea del tiempo para que los acontecimientos ocurran, para que sean, y formen parte de nuestra historia personal para hacerla aún más fascinante si cabe.
Ceuta es, y lo será para siempre, uno de esos enclaves imprescindibles al mirar atrás, cuando la memoria se mezcle con los sueños. Llegué a ella cuando tenía que llegar, creo en esa certeza. Y así fue. Un viernes azulísimo de julio cruzamos la frontera, embriagados por la intensidad de unos días en Marruecos.
Locos y eufóricos por un día entero en las aguas cristalinas de Akshour, con el sabor a flor de piel del tajín y el té junto a las cascadas, habríamos deseado quedarnos para la eternidad, o al menos un rato más, al pie del Puente de Dios. Pero debíamos acudir a la cita: un fin de semana en Ceuta, para hacer snorkel en la Cala del Desnarigado, por ejemplo, sin desmerecer otras maravillosas playas y recorrer el centro de la ciudad, comer en los templos señalados y emprender con las retinas exhaustas, el viaje de vuelta a casa.

Algo parecía preocuparnos, pues llevábamos el listón muy alto en cuanto a comida tradicional marroquí se refiere, y nuestra primera parada fue Restaurante Oasis. Pero no nos decepcionó, sino todo lo contrario. Nuestros deseos se cumplieron y nos permitimos disfrutar un poco más de las especias que añoraremos, seguro.
Una densa niebla al ponerse el sol nos envolvió como papel de seda para un regalo. Era mi cumpleaños, y aunque faltaron las vistas de las que todo el mundo habla al compartir su experiencia en esta colina de ensueño del Monte Hacho, decidimos que el enfoque lo pondríamos en nuestros sentidos al degustar la exquisita breua de pollo, la carne a la miel, el té y las deliciosas pastas artesanales. Me mirabas a través de los espejos y el objetivo de tu cámara.
Pero ya se sabe, lo etéreo no es fotografiable, y tampoco las emociones: del todo no se deja retratar lo que solo algunos tenemos el privilegio de vivir. Esa noche la prolongamos en mil y una más, en la ciudad fronteriza más hermosa imaginable.
Quiero ver el Monte Musa. Y cerrar los ojos para ver mejor las historias que narras sobre esta tierra, esta orilla que ves desde la tuya. La sombra de Hércules, el Estrecho desafiante que tanto amamos.
Desde la Casa de los Dragones, al Parque Marítimo del Mediterráneo, historia viva de un carácter que trasciende los tópicos. ¿Y si navegamos el foso de las Murallas Reales?
Despertamos pronto para cumplir con otra recomendación: Las Balsas y sus bocadillos de pata para desayunar. Pero el hueco hay que dejarlo porque son muchas las expectativas puestas en el Bar Camarón, ese rincón andaluz ceutí en un barrio raro, auténtico, de fuertes contrastes, no apto para cursis, pero acogedor y generoso, como muchos de los barrios que conozco de Jerez, El Puerto y otras esquinas de mi universo conocido en el que me siento cómoda, donde no es asfixiante la obligación de aparentar. Pescaíto frito, el mejor marisco, tartar, sí, tartar.
Concha fina, gambitas, arroz exquisito, y mucho más que querría que fueran un descubrimiento para los que se acerquen. No está tan lejos y es todo un lujo comer de forma extraordinaria a precios muy buenos. Los postres, los chupitos, y toda la gentileza del mundo en un servicio que se agradece. La amabilidad siempre suma alegría, añade maravilla y le insufla ganas de seguir latiendo al corazón, ¿no creen?
Quizás sea un atrevimiento afirmar que Ceuta es mucho más que una ciudad, porque es autónoma su identidad, diferente, de rasgos marcados, difíciles de encuadrar en una descripción al uso. Esculpida su alma a través del tiempo y las civilizaciones, es un paraíso turquesa denostado quizás desde la soberbia puntiaguda de quienes la miran desde orillas que no son, ni por asomo, superiores.
Cuna de arte y de intelectuales como Carlos Guerrero Gallego, a quien cuento entre mis poetas conocidos en vida y de referencia.
No está tan lejos este crisol de cultura también, a veces encasillada en una única trama, la del narcotráfico, denostada de forma injusta, como su vecina de enfrente, Algeciras. Mejor enamorarse de este Edén posible y al alcance, alimentar la belleza siempre con poesía, como en los versos eternos de López de Anglada, el poeta de Ceuta, dicen que el mejor sonetista del siglo xx.
A Ceuta volveré, volveremos, porque también sueño con ser niña rebelde que escapa a jugar en el mar, en las orillas que le da la gana.
Ceuta es pequeña y dulce; está acostada
en los brazos del mar,como si fuera
una niña dormida, que tuviera
la espuma de las olas por almohada.
Ceuta canta latines , cristianada
con la sal del Estrecho marinera,
y empina su blancura campanera
al espejo del mar acicalada.
Ceuta es una andaluza niñeria
que, si saltar pudiera, saltaría
la comba de agua y sal del océano.
Y allí está, entre la arena y la muralla,
como una niña que bajó a la playa
y se le fué a la madre de la mano.
(Luis López Anglada)


