Un fantasma en una imagen de archivo.
Un fantasma en una imagen de archivo.

Decididamente no soltaría su presa, ni mucho menos saldría corriendo como el resto de la banda de los quebrantahuesos, porque él ya no era un niño asustadizo.

Después de recorrer aquel tenebroso corredor por fin se encontraba ante la puerta de la habitación del fantasma. Ahora solo le restaba atravesar el umbral, permanecer en aquel lúgubre cuarto los próximos cinco minutos y su más preciado sueño se cumpliría: convertirse con tan solo diez años en el miembro más joven de la banda de los quebrantahuesos. Aunque contaba con la valiosa información que le había facilitado su hermano mayor Alfredo, quien le había confesado que en aquel cuarto jamás había existido un fantasma, y que el temible ritual al que debía someterse se reducía simplemente a soportar la visión de una sábana colocada sobre un perchero, Jaime no podía dominar el pánico que lo atenazaba.

Ahora, a solas en la penumbra de aquel cuarto, rememoraba aquella conversación mientras palpaba con los dedos temblorosos de su mano derecha el ovillo de cuerda que había ocultado en uno de los bolsillos de su abrigo antes de salir de casa. Lo tenía todo decidido, pensaba atar aquella sábana bien fuerte con su cuerda y arrastrarla por el pasillo ante la vista de todos cual si de un fantasma se tratase, demostrando así su valentía. Pero cuando sus pupilas se adaptaron a la oscuridad, pronto pudo comprobar con pavor que allí no había ningún perchero cubierto por una sábana, que en aquella habitación solo había una silla orillada en un rincón sobre la que reposaba una amarillenta tela bamboleada por el viento que se filtraba por los cristales rotos de la ventana.

Después de unos minutos de incertidumbre, Jaime decidió que su plan debía continuar y, con pies de plomo, se dirigió hasta aquella silla, extrajo su cuerda del bolsillo y ató su presa con un fuerte nudo marinero. Luego, sin esperar siquiera los cinco minutos de rigor, salió al pasillo arrastrando su lánguida captura tras de sí. 

Pero inesperadamente apenas lo vieron aparecer, todos los quebrantahuesos, salvo su hermano Alfredo, emprendieron la huida escaleras abajo. Atónito, sin entender lo que estaba ocurriendo, Jaime los veía correr despavoridos mientras continuaba arrastrando su presa, obviando los consejos que su hermano le gritaba desde el final del corredor, quien le imploraba que soltara la carga que portaba y emprendiera la huida cuanto antes.

Desgañitándose trataba de explicarle que en aquella ocasión, sabedores del miedo que le embargaba, los miembros del grupo habían decidido no someterlo a la dura prueba del perchero con la sábana y conformarse con que él permaneciera a oscuras cinco minutos en aquella habitación. Jaime miraba a su hermano y a su presa compulsivamente, sin saber qué hacer, hasta que, de pronto, advirtió algo que le había pasado desapercibido en todo momento: aquella sábana que tan inconscientemente arrastraba, tenía dos extraños orificios que simulaban dos ojos, dos acuosas pupilas negras que no paraban de observarlo con un extraño fulgor desafiante. Pero asombrosamente para un niño tan asustadizo como él, aquella mirada de odio ahora no le transmitía ningún miedo, ni siquiera sentía ya su corazón acelerado. Era tal el orgullo que recorría su cuerpo, que no podía pensar en otra cosa que no fuera en la gesta que acababa de ejecutar.

Decididamente no soltaría su presa, ni mucho menos saldría corriendo como el resto de la banda de los quebrantahuesos, porque él ya no era un niño asustadizo, sino todo un valiente que acababa de protagonizar la más increíble historia que jamás nadie hubiera podido imaginar: encerrarse a solas en una habitación a oscuras y capturar con sus propias manos a un aterrador fantasma.

Sobre el autor:

Eduardo Formanti

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