El ángel caído, estatua de Ricardo Bellver y Bellver, en el madrileño Parque del Retiro.
El ángel caído, estatua de Ricardo Bellver y Bellver, en el madrileño Parque del Retiro.

A lo largo de mi trayectoria profesional me he relacionado con escritores y cineastas de prestigio nacional e internacional, hombres y mujeres que se exponen diariamente a los focos, con todo lo que esto alimenta el ego, y, sin embargo, en muy pocas ocasiones se han pavoneado delante de mí. Quizás sea un privilegiado, pero en esos ámbitos nunca me han soltado a la cara, ya sea con palabras o gestos, “¿tú sabes quién soy yo?”.

He charlado en varias ocasiones con el dramaturgo Alfonso Sastre, al que monté una obra en la ESAD de Málaga, y al encontrármelo en Madrid con su querida Eva Forest, tanto el uno como la otra fueron simpatiquísimos; he comido en casa de Marcos Ana; aceptaron colaborar en una revista mía, siendo yo un pibe, Antonio Gala y Carmen Martín Gaite; me telefoneó el actor Agustín González para echarme una amistosa bronca porque quería escribir un texto en uno de mis libros; he trabajado con Yvonne Blake (¡premio Oscar!) sin una queja por su parte… Pues bien, y aquí reside mi lástima, los mayores egos, de esos egos nauseabundos (porque los hay ciertamente simpáticos) me los he encontrado de bruces en Cádiz, procedentes del mundo del carnaval, sobre todo, y del cultural (algo menos, pero también).

A mí las estrellas y estrellonas locales me hacen partirme el carajo, con perdón, porque no hay nada más irrisorio, y patético, que sentirse superior por pertenecer a lo que algunos creen la elite local. Es como si yo, por haber vendido tantos Cádiz oculto como cazón en adobo Las Flores (ganas las mías), me meto en un bar y le digo al dueño que me deje leer en alto mis libros, a la una de la mañana, porque yo soy yo, mis Cádiz oculto y mis santos cojones. Esto lo ha vivido el menda, mira tú por dónde, con algún carnavalero enaltecido que tiene como mantra eso de “¿tú sabes quién soy yo?" y ha querido cantar en un bar a las tantas porque él lo vale.

A más de un carnavalero le he oído esa expresión, pero, vaya cosa, no a los grandes nombres, porque, como suele suceder, en ocasiones los que sí tienen que presumir presumen menos que los mediocres. Por eso quiero dejar claro que, con nombres populares de la fiesta, como Antonio Martínez Ares, El Selu, El Love, Sheriff, los Guatifó o Antonio Rivas, que han colaborado conmigo alguna vez, bien sea el primero en cine o bien los segundos en la programación de La Casapuerta, no he sentido en el cogote una mirada por encima del hombro.

No deseo centrarme solo en el carnaval, porque parece que desde la intelectualidad nos gusta desprestigiar a quienes hacen la fiesta, de la que disfrutamos pero a la que miramos de reojo, como si el chirigotero no estuviera a nuestro nivel. En el ambiente cultural gaditano también se respira la superioridad, y de repente alguien publica una novela y ya se cree Robert L. Stevenson, exigiendo atenciones dignas de una caprichosa estrella del rock. Y, ojo, que soy de los que defienden que hay que exigir, que nadie debe conformarse con ser menos que otro, pero no me refiero a esto, sino a pedir de mala manera.

Un poné: cuando empecé en el teatro hace la tira me inculcaron que el espectáculo debe representarse aunque asista un solo espectador, porque el tiempo y el interés de este es tan respetable como el de los cientos que podrían estar ocupando las butacas. No deja de sorprenderme, que, en alguna ocasión, se haya anulado una charla, recital o presentación porque solo había dos o tres personas que al parecer no debían merecer la atención. Si creamos nuestras obras pensando en que nos aplaudan millones de personas, quizás debamos olvidarnos de organizar actividades en Cádiz, aunque, ay la ingenuidad, tampoco creamos que vamos a llenar los grandes salones de Madrid o Barcelona cada vez que nos dé la gana.

Fuera del carnaval y de la cultura, en esferas más altas, algunos también se dan golpes en el pecho y, sin hacer caso a absolutamente nadie, deciden qué sirve o qué no según sus propios intereses. Por desgracia también me he encontrado en Cádiz a individuos así, que se manejan sin dar la cara, creyéndose superiores incluso cuando se les demuestra que están equivocados. Son de peor calaña que los otros, no cabe duda, y a ellos no les basta con decir “¿tú sabes quién soy yo?”, sino que, desde su posición privilegiada, actúan para ningunearte sin oírse más que a sí mismos (repito lo del artículo anterior, porque este párrafo tiene relación: algún día me extenderé más en esto, porque uno empieza ya a cansarse del silencio).

En todos los ámbitos falta humildad y suele fallar la capacidad de mirarse al espejo de la realidad para comprobar que a veces llegamos a la cumbre, alzamos los brazos para que el mundo nos contemple y el mundo no puede vernos porque la cima es muy baja y nuestros brazos son demasiado cortos. Además, en las cumbres siempre se busca la mirada cómplice del compañero con el que has subido. Esto si no eres un rematado imbécil.

Sobre el autor:

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José Manuel Serrano Cueto

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