Del zorrear

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

'Bola de fuego'.
'Bola de fuego'.

Decía Marx que en nada se diferencia el trabajador libre de una prostituta y Sócrates que no quería parecer un puto y vender su alma con tal de salvarla y Spinoza que era incompatible andar con meretrices y mantener la dignidad pública. Tres veces las frecuenté (las del Walijai de San Sebastián no cuentan) no tanto para refutar a Marx, a Sócrates y a Spinoza (¡qué presunción!) como para poder hablar con conocimiento de causa, es decir, que mis motivos fueron más especulativos que libidinosos.

La primera, en Bruselas (durante una breve escala de un viaje en camión que hice por Europa con dieciséis años); la segunda, en Irún (ahíto de bebidas más fermentadas que destiladas); la tercera, en Palma de Mallorca (tras haber dejado a nuestras señoras con sus cosas, creo que fueron al bingo). Siempre fui acompañado: por un primo, por un amigo, por un cuñado. La nacionalidad de aquellas damas también era distinta: belga (yo diría que más valona que flamenca, pues hablábamos en francés), colombiana y rusa. Sólo recuerdo el nombre de esta última: Yvonne, lo que me pareció poco eslavo, así que le pregunté por el ajedrez para confirmar su origen. Aluciné cuando citó a Botvinnik y a Spasski, lo que se tradujo en una nueva copa de champán. La belga era morena; la colombiana, mulata y la rusa, rubia como los trigos, pero las tres llevaban mínimos atuendos de leopardas, con estampados muy parecidos a los que compruebo que se ponen las mujeres decentes de mediana y no tan mediana edad. La belga me pidió dos mil francos belgas de la época (que el canalla de mi primo estaba dispuesto a darme); la colombiana nos hacía un precio especial (dos por uno); la rusa me ofrecía acompañarla a un lugar más discreto de que el local disponía (diciéndome mi cuñado que allí debía negociar por mi cuenta atendiendo a dos variables: el tiempo y la maniobra específica). De más está decir que en todos los casos me quedé ante portas, sin atravesar vano ninguno, en pose más de Cardeñosa que de Onán.

La negociación pecuniaria me recuerda a Marx, mi reluctancia a Sócrates, la discreción de las felaciones a Spinoza. El oficio de las hetairas (fulana, mengana y zutana) tiene pues una dimensión económica, otra moral y una tercera política o social, pero todo está tan confundido, tan imbricado, tan trabado que me resulta imposible deslindar los aspectos. ¿Dónde situar el atopadizo acento de Yvonne, el gracejo de la colombiana, la perversa satisfacción de la belga? ¿Obedecen tales rasgos a una artimaña, a una cancamusa, a una picardía? ¿Tengo que leerlo todo desde un punto de vista económico, ético, político? Los pelos se mezclan con las señales, para desdicha del concepto. En fin, cuando tales dudas me atenazan, suelo recurrir a las soluciones lingüísticas (el sublime Gary Cooper de Bola de fuego siempre fue un modelo para mí), así que diré solamente que de la belga aprendí que satén (¿dónde estaría mirando yo?) se dice satin, que la mulata era más bien zambaiga y que jaque mate se dice casi igual en ruso: Шах и мат.

Mi primo, mi amigo y mi cuñado eran desde luego hombres de experiencia, el lomo curtido y manos encallecidas. Mi único orgullo es la turgencia del dedo corazón de la derecha. Por lo demás, no se me han concedido otros dones y en consecuencia no aprendo nunca ni a la de tres.

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