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Créanme, me da vergüenza repetir esta sarta de obviedades, pero es que todo esto se ha dicho y escrito de Diana Quer dando igual, además, si era verdad o mentira.

Perdónenme el titular: no es que quiera ser la niña en el bautizo, la novia en la boda y la muerta en el entierro. Sólo es que yo, como la mayoría de mis amigas, también he vuelto sola a mi casa a las 2 de la mañana y no siempre por una calle bien iluminada o llena de gente. De hecho, la discoteca de verano de mi pueblo estaba como a 1 kilómetro de distancia y alguna que otra vez íbamos andando por el peligrosísimo arcén de la carretera o, lo que era peor aún, por el carril oscuro que había en medio de un olivar desierto en lugar de coger el autobús gratuito que te dejaba directamente en la puerta del local.

Lo hice con 15 años, con 20 y ahora con 34 también regreso sola a mi apartamento más de una noche. Incluso me he subido en algún coche que quizás no debería porque, como dice la canción de Mecano, los amigos de mis amigos son mis amigos. También he ido a fiestas y ferias variadas, he bebido litros de calimocho como si no hubiera un mañana y he bailado en una barra sintiéndome la protagonista del Bar Coyote. Y no por ello me he buscado nada. Si no me he llevado aún un susto ni he sufrido ninguna desgracia es porque he tenido la fortuna de no cruzarme hasta el momento con ningún hombre malo. 

Los llamo así porque no quiero rebajarlos a la categoría de locos o enfermos mentales, los cuales, se merecen todo mi respeto como cualquier otra persona con un problema de salud. Estos hombres malos se creen con el derecho a insultarnos, pegarnos, violarnos o incluso matarnos sólo porque somos mujeres y vivimos en una sociedad machista. El hecho de que podamos llevar la minifalda más corta que se despacha, las tetas a modo de collar o tres copas de más, no es más que una circunstancia, nunca la causa que justifica su acción. Tampoco lo es que vayamos solas por un paraje desierto a las tantas de la madrugada, que nos guste divertirnos, que nuestros padres estén separados, que hayamos podido sufrir anorexia o que hubiéramos quedado en alguna ocasión con algún chico por Internet.

Créanme, me da vergüenza repetir esta sarta de obviedades, pero es que todo esto se ha dicho y escrito de Diana Quer dando igual, además, si era verdad o mentira. Como si no nos acabáramos de creer que esto nos puede pasar a cualquiera sólo por el hecho de ser mujeres y poner un pie en la calle. Como si la culpa de lo que le ha pasado a Diana Quer fuera de Diana Quer, no del asesino José Enrique Abuín, alias ‘El Chicle’.

Insisto en la repugnancia que siento cuando se culpabiliza a la víctima porque, cuando saltó la noticia de su desaparición (como también pasó durante el juicio de la joven violada en los San Fermines por ‘La Manada’, en los inicios de la investigación de Marta del Castillo cuando se dijo que “no eran tan buena niña como aparentaba” o ahora mientras se investiga a los tres integrantes del Arandina Club de Fútbol por presunta violación en grupo a una menor), este ha sido el nivel de los comentarios de muchos de nuestros conciudadanos:

¿Dónde queda el periodismo en todo esto?

Antes, durante y después de la desaparición de Diana Quer, los periodistas también hemos cometido la estupidez de creernos que estábamos de cháchara en cualquier tertulia de vecinos y, algunos más que otros, hemos cometido la estupidez de juzgar la vida de Diana Quer, así como la de su familia.

Lo cuentan tan bien las periodistas Sara Plaza y Patricia Reguero en este artículo de El Salto que les enlazo y Sabela Rodríguez en este otro de Infolibre que no me voy a detener en ahondar en el tema. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en qué coño estamos haciendo con nuestro oficio. Quizás se trate de eso, que ha dejado de ser un oficio para convertirse en otra cosa que aún no sé bien qué es.

Obviamente, como todos en esta vida, los periodistas también nos equivocamos y metemos la pata hasta el corvejón. Faltaría más, yo la primera. Pero no se me va de la cabeza eso que decía Kapuscinski de que, para ser buen periodista, hay que ser primero buena persona.

Llevamos años informando de sucesos y, en vez de ser cada vez más rigurosos, parece que nos hemos convertidos en auténticos buitres en busca de carnaza. ¿O quizás no? El primer suceso (por no decir espectáculo) mediático del que tengo un recuerdo nítido es el de las Niñas de Alcàsser. Fue el año de la Expo de Sevilla y de mi comunión. 1992, 9 años. Quién sabe dónde, de Paco Lobatón, marcó un antes y un después no sólo en la cobertura de las desapariciones (algunos ven aquí el inicio de la “telebasura”) sino también en mi imaginario del horror de lo que te puede pasar por ser mujer.

Nunca olvidaré las caras de Miriam, Toñi, Desirée. Tres quinceañeras que, como podía haber hecho yo cualquier sábado con mis amigas, decidieron hacer autostop para ir a una discoteca cercana a su pueblo. Si nunca llegaron fue, simple y llanamente, porque se toparon con dos malos hombres.

Y este 5 de enero, ante un desencadenante tan aleatorio e injusto como este –la suerte–, sólo se me ocurre implorar a los Reyes Magos para que este año, y mientras no consigamos tener una sociedad libre de machismo, me traigan la misma dosis de fortuna con la que me han obsequiado hasta la fecha.

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