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Yo no sé en Inglaterra..., pero de Beckham, en España, ya no se acuerda ni el Tato cuando hace unos años era todo lo contrario: se cortaba una patilla y ahí iba la plebe a cortarse la misma patilla y la oreja si hacía falta; se dejaba una barbita de cinco días y se hundía la casa Gillette...

Lo curioso es que, aunque ahora no lo parezca, lo mismo sucederá con los Messis y los Cristianos de turno..., porque aparte de su valor como deportistas más allá de la pelotita -salvo honorables excepciones- no son nadie y cuando digo nadie me refiero a uno de esos que, silenciosamente y desde su asiento de trabajo, intentan cambiar el mundo para hacerlo un lugar mejor.

Es cierto que estos cracks del esférico servirán, durante unos años, como referente de superación a millones de jóvenes en todo el mundo pero estos adolescentes crecerán -en la India, en Singapur o en Jerez- y se verán obligados a sacar adelante a su familia a base de cojones y esfuerzo y no con celebraciones diseñadas por modistos, muecas chinescas y volteretas de samba académica; algunos de estos atletas incluso fomentarán la idea de que el deporte es sano y necesario..., pero luego toda esta ilusión se esfumará cuando se les vea en el periódico con cochazos de lujo a doscientos kilómetros hora y traicionando unos colores por unos euros más libres de impuestos; podrán, tal vez y sólo algunos, servir de embajadores contra el racismo o la homofobia..., pero tarde o temprano quedarán ilegitimados cuando se vayan a ligas de países donde los derechos, tanto del hombre como de la mujer, están limitados...

¡Y cuánto me gustaba a mí el fútbol! Yo era de los que se dejaban las rodillas en el suelo de casa de mis padres cuando Butragueño fallaba un gol dentro del área..., hasta que un día -cansado de tanta pelea entre aficiones de un mismo pueblo, aburrido de interminables y estériles discusiones de bar que parecían encaminadas a acabar con las guerras del mundo y de tanto directivo de segunda yéndose de rosita- el soccer dejó de darle sentido a mi vida..., tanto que hoy me alegro de no ser ese Beckham, que Dios lo tenga en la gloria, que ahora descansa de no estar cansado sobre una hamaca en Ibiza; ese Beckham que todavía no ha aprendido, ni nunca aprenderá, a pedir un café en castellano como Dios manda.

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