Para ir al centro suelo pasar siempre por la misma calle; una calle como otra cualquiera en Jerez con sus viejas bodegas cerradas a cal y canto, sus aceras estrechas y ese olor a cielo dulce que resbala por los muros encalados desde los tejados; un pequeño y centenario cañón de artillería, incrustado en una esquina, es capaz todavía de sacudirme la memoria para dibujar, en carboncillo y en mi mente de papel de estraza, viejas contiendas en las que lloran tanto los vencedores como los vencidos.

Allí, en el corazón blanco marfil de aquella callejuela que guarda siglos pasados, se esconde de la vida y se prepara para la muerte una mujer tras un mostrador de acero inoxidable y cientos de botellas de agua que nadie beberá nunca; una mujer lorquiana de silencio y carcoma que parece asistir imperturbable, desde su castillo de cajas vacías y cristal, al exterminio del tiempo.

Muchas veces he pasado -mientras caía la tarde y la fortuna- y me ha asaltado la idea de detenerme a comprarle algo de sus vacíos estantes para poder hablarle de alguna tontería y sacarle brillo a su última sonrisa; adquirir algo de su despensa antediluviana para poder acercarme y agitarle el alma como se hace con los viejos árboles sin hojas... Pero siempre, cuando estoy a dos pasos de su puerta, me preguntó quién soy yo para remover sus cimientos; quién soy para contagiarle mi despiadada e inventada felicidad de segundo tiempo; quién demonios para jugar a Dios que todo lo sabe, todo lo ve pero nunca padece... Además no le serviría de nada..., mi presencia sería algo tan pasajero en su vida como una de esas tormentas de verano que se consumen antes de alcanzar el horizonte.

Me lastima verla así..., dejándose ir hasta un lugar donde no llega la memoria; me asombra esa desidia crónica que veo gobernando sus ojos... Pero no sólo le ocurre a ella.

Lo he podido comprobar este domingo de resurrección en los colegios electorales; salas donde no han acudido la mitad de las personas llamadas a votar..., cuando el mundo -éste que sacaron adelante nuestros padres- ha estado cayéndose en pedazos..., sea por unos o por otros..., los culpables me importan bien poco.

Pero es que de nada le sirve el alimento al oso que ya hiberna con la panza llena; de poco le sirve el oxígeno al enfermo terminal que se sabe muerto antes de las dos de la mañana; para qué le sirve el futuro al brujo que conoce sobradamente los infortunios y desdichas que guarda su destino... Porque en esto consiste todo este tinglado: en bestias que se saben saciadas, en moribundos a los que se les arrebató el poder de la palabra y en gente humilde sin esperanza...

Aún así, como dice un discurso ya convertido en oración, nunca tantos debieron tanto a tan pocos en este domingo de primavera porque hoy, y gracias a todos aquellos que votaron y sueñan que aún es posible, todo vuelve a empezar.

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