Imagen de archivo de una casa en alquiler.
Imagen de archivo de una casa en alquiler. MANU GARCÍA

Recuerdo cuando llegábamos a Chipiona y cruzando la plaza de los Amarillos, unas señoras, no sé si gordas, pero mi imaginación costumbrista las pinta así, que pregonaban ¡Casa pa arquilá! ¡Casa pa arquilá! Esa ya no es la Plaza de los Amarillos y tampoco se escucha aquella algarabía. El mercado del alquiler está ahora en las plataformas de internet, donde ni siquiera las partes contratantes tienen que verse las caras. Tan sigilosamente, miles y miles de turistas llegamos a los destinos, hacemos uso de las viviendas, compramos en los negocios circundantes, y tornamos tan felices a nuestras casas.  

Esto es cosa de la revolución de internet que, con el nuevo alquiler de plataformas, nos tiene a todos derrotados. Hoteleros amenazados, vecinos desplazados, la Administración local intentando no ofender a nadie… y nosotros, contando los días que faltan para que lleguen las vacaciones y alquilar otra casa.

Según la ley, —se me queja un conocido que arrienda de vez en cuando su vivienda— tengo que darme de alta, cumplir con un servicio mínimo de comodidad, y rezar porque a la inspección no le dé por mí. Pero no está malota la cosa. Con lo que sacamos al año, podemos pagar la universidad del niño y la hipoteca sin estar con el agua al cuello.

Es verdad que el alquiler de los turistas alivia muchas economías familiares, pero una cosa es ceder tu vivienda y otra distinta, comprar viviendas, desahuciar a los inquilinos, y ponerlas en alquiler todos los días. Las leyes no parecen diferenciar esto, ni tampoco reducir los efectos que producen en la vida social. Precisamente en esta calle donde me despido del conocido, recordaba yo una tabernita agradable. Ahora hay un supermercado que regenta una familia china. Más allá había un ferretero, grande, con bigotes, como si fuera francés, que daba las tuercas y los tornillos envueltos en paquetitos de papel de periódico. Ahora venden suvenires y camisetas. He pedido una botellita de agua, y me han cobrado dos euros. En la pared de un edifico en reforma, leo: "Os habéis cargado el barrio". Debajo, en una letra de otro color y tipo, pone: "Esto ya empezó con el móvil". El tímido gesto ludista me divierte y me viene a la cabeza que la realidad suele ir por delante de la Ley, y en este caso, echo la cuenta, y la ley ha tardado nueve años desde que el Estado lo reconoció (Ley 4/2013) hasta que el Ayuntamiento lo ha limitado (Plan Ordenación 2022), pasando por la disposición autonómica (Decreto 28/2016). 

Los centros históricos como escaparates. Aquella bella fealdad popular que conocimos como un recuerdo nostálgico. Y ahora el rodillo estético que impone el ayuntamiento por todos los rincones. El resultado de esto, dicen, es la ‘gentrificación’, es decir, el aburguesamiento, y nosotros somos la transición de aquellos vecinos pobres y pintorescos de antes, hacia los ciudadanos globalizados, poco espontáneos, mejor informados, más frágiles, y en definitiva, aburguesados. En Marruecos o Cuba, en cambio, las viejas casas se caen ruinosas sin una clase media sólida, y muchos vecinos persiguen a los turistas como rémoras recogiendo sus despojos.

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