Melody, aquella chica de Dos Hermanas a la que todos vimos triunfar con el baile del gorila, nos ha representado ahora, tantos años después, en el Festival de Eurovisión. Ni ella ni el festival son lo que eran, pero la diferencia es que Melodía Ruiz Gutiérrez ha evolucionado conforme a la lógica de su edad y el mercado y el festival, en cambio, ha involucionado según la ilógica de que la política más hipócrita no solo lo invada todo sino que lo controle, hasta un concurso inocente que se pensó para que las familias de cada país que conformaron ese sueño europeo se ilusionaran con la bandera del suyo en el juego inocente de aportar la mejor canción a la banda sonora popular de la siguiente temporada.
Nunca sabremos con rigor quién es el jurado de veras, la mano negra que mece la cuna desacompasada de un certamen en el que todo el mundo opina para nada y luego nos marean la perdiz del voto del público, del voto del jurado especialista, de los periodistas de aquí o de allá y del Espíritu Santo. El fallo ha sido descorazonador, como si siguiéramos aún en la época aquella de nuestra querida Remedios descalza, con barca y sin remos. La antepenúltima, o sea, prácticamente la peor de las 26 actuaciones. Y hablamos de una chica hipervitalista con una canción que parecía hecha para Eurovisión y con una coreografía intachable para los gustos que se estilan ahí. Una chica, para colmo de representatividad nacional desde el sur del sur, que celebra su cumpleaños el 12 de octubre y porta la bandera rojigualda sin complejos.
Ahora nos podemos creer el fraude de que ha sido el voto del populacho, al que supuestamente no le ha gustado Melody, o podemos ser malpensados -y acertarás, que dice el refrán- y ver las relaciones escalofriantes entre la advertencia para que RTVE no hablara más de genocidio en Gaza y el victimismo de la segunda artista, la israelí, justamente por ese mismo tema censurado; entre el puesto puntero que han conseguido los israelíes y el puesto vergonzoso para los españoles. Que la miserable política internacional convierta en miseria la cultura popular es un signo tenebroso de los tiempos que nos tocan vivir. Algo deberíamos hacer, aunque solo se trate de un concurso que, como todo el mundo sabe, es pura manipulación chiclosa. Pero es muy grave este orden invertido de la justicia universal: que la alta política machaque con crueldad la baja cultura, que a los genocidas no se les pueda llamar por su nombre, que en un país democrático vengan a reñirnos por levantar mínimamente la voz contra los que más lo necesitan, que se premie con trofeos extemporáneos a quienes ya se premia al mismo tiempo surtiéndolos de bombas, que se castigue a una chica que nada sabe de la bajeza política porque solo se dedica a levantar el ánimo de quienes solo aspiran a vivir en paz, desde abajo.