La marisma de aquí, tan alejada del verso

El exconcejal y exdiputado Manuel Begines publica un libro sobre esa recordada marisma en que vivieron los pobres que fueron explotados sin piedad para formatearla desde la raíz salina de su imposible cultivo y ponérsela en bandeja a los ricos

11 de diciembre de 2025 a las 08:58h
Manuel Begines Sánchez presenta mañana en Los Palacios su propia memoria sobre la marisma.
Manuel Begines Sánchez presenta mañana en Los Palacios su propia memoria sobre la marisma.

De esta forma sintetizó Lorca su sentido social de la poesía:

“Van dos hombres por la orilla del río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: ‘¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted, el lirio que florece en la orilla’. Y el pobre reza: ‘Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre’. Natural. El día que el hambre desaparezca va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad”.

Empiezo así mi columna para recordar hasta qué punto es imprescindible calibrar las circunstancias de autores y lectores para comprender el sentido, la intensidad y la perspectiva de un mismo objeto convertido en mensaje. La marisma del Bajo Guadalquivir puede ser ese objeto; lo ha sido, de hecho, a lo largo de tantos versos kilométricos como ella sola ha suscitado en el siglo XX. Como la literatura se parece tantas veces al Guadiana, habrá que reconocer que se han dado versos prosaicos y prosas poéticas, según. Últimamente hasta el cine la ha grabado con prismas de diversos colores, incluido el gris, por supuesto.

Pues he aquí que un niño nacido en ella, casi analfabeto cuando debió formarse y formado cuando lo quisieron analfabeto, se ha rebuscado en las últimas habitaciones de su propia sangre -como diría el mismísimo Lorca- para traernos toda la marisma, tan vasta y ceremoniosa en su propia inercia, sin una gota de verso, sin orillas fluviales como volantes, sin toros de ojos verdes, sin solanos para las sevillanas, sin soles de cine, sin lunas románticas y sin personajes novelescos.

La marisma sin filtros. La incómoda, desaseada, enferma e incolora marisma en que vivieron los pobres que fueron explotados sin piedad para domesticarla, es decir, para formatearla desde la raíz salina de su imposible cultivo y ponérsela en bandeja de porcelana a aquellos ricos capacitados para encontrar sus barcas y sus lirios.

Ese niño, hoy un hombre de 67 años, se llama Manuel Begines Sánchez y nació en el mismo pueblo que yo, Los Palacios y Villafranca, aunque tuvo que pasar su infancia y adolescencia en esa marisma de crueldad infinita en que también vivió mi padre sus primeros años, que lo marcaron para siempre.

El niño sufrió, trabajando, la transición entre las más duras condiciones laborales de unas jornadas interminables en el cultivo del arroz y la mecanización de aquel negocio que empezó a necesitar menos pobres. El joven se hizo albañil y el albañil se sindicó cuando aún era ilegal hacerlo. El sindicalista se hizo comunista y consiguió ser concejal de su localidad durante 36 años seguidos. Llegó a gobernar su pueblo, fue teniente de alcalde, delegado de urbanismo y hasta se sentó como diputado por Izquierda Unida en la Diputación provincial.

Pero nadie lo recuerda con corbata y, si hubiera podido levantar acta de la infancia que vivió como lo hizo el notario Blas Infante hablando de otros, hubiera escrito con él, mano a mano: “Yo tengo clavada en la conciencia desde mi infancia la visión sombría del jornalero. Yo he visto pasear su hambre por las calles del pueblo, confundiendo su agonía con la agonía triste de las tardes invernales”.

Mar, ismos y toros bravos

El libro de Manuel Begines, Mi memoria de la marisma. Territorio de explotación, viene tan libremente descamisado como sus protagonistas, empezando por su narrador. Y lo digo porque es una autopublicación al cuidado de una editorial especializada en ello, Ediciones Pangea, pues imagino que el expolítico no ha encontrado amparo en ninguna institución para que se lo financiasen. Lo ha pagado él y lo presenta mañana en la Casa de la Cultura de su pueblo.

Con una redacción muy cuidada y una sincera mirada sobre todo lo que cuenta, siempre desde su honesta perspectiva, el libro merece la pena aunque solo sea porque tiene una mitad muy bien documentada sobre el origen de estas marismas antes y después de convertirse en arroceras. Parte su autor de los consabidos datos historiográficos en torno al antiguo lago Ligur, antes de la formación de aquellas tres islas llamadas Mayor, Menor y Mínima. Y continúa, con buen pulso y silvestre determinación, recordando cómo aquellos inhóspitos terrenos pantanosos sirvieron enseguida para la caza aristocrática que dio lugar, sin ir más lejos, a la conformación señorial de su pueblo y el mío, al menos por lo que respecta a Los Palacios, porque Villafranca de la Marisma tuvo luego su propia historia.

Focaliza Begines aquella ley de 1918 para desecar lagunas y pantanos con la intención estatal de atraer inversores privados, y recuerda la creación de la Compañía Marismas del Guadalquivir, en 1921, que un lustro después consiguió hasta 50.000 hectáreas de tierras de dominio público con el derecho de expropiación gracias “a un evidente trato de favor”, sostiene él, que clarifica las cuatro secciones de las que toda mi generación ha oído hablar sin comprenderlas: la Primera para la compañía Ybarra; la Segunda para COTEMSA (Compañía de Transformación y Explotación de las Marismas SA); la Tercera, traspasada al Instituto Nacional de Colonización; y una cuarta, ya en la provincia de Cádiz, que quedó sin ejecutar. Todo ello se hizo entre 1930 y 1934, es decir, en plena II República. Y hasta el final de la guerra civil solo se consiguieron roturar 6.000 hectáreas.

Fue al ganar la guerra Franco cuando se retoma un Plan de Riegos que databa de 1902 y que volvía a recoger lo más sustancial del de 1935, con la conclusión de que lo más conveniente era empezar por desalar los terrenos, impedir la entrada de agua del mar y drenar el agua salada.

Pero lo cierto es que, aunque la sociedad Islas del Guadalquivir SA –constituida por dos ciudadanos ingleses asociados con un banco suizo- adquirió 24.000 hectáreas del Marqués de Casa Riera, a quien se las había regalado Fernando VII, y construyó canalizaciones, estaciones de bombeo y otras infraestructuras como base para el cultivo del arroz, se sembró poco arroz y los ingleses se marcharon por donde habían venido.

De modo que fue verdaderamente en plena guerra civil, cuando el golpista Queipo de Llano se percata de que las zonas arroceras de entonces –Cataluña y Valencia- seguían en zona republicana, cuando se le ocurre encargarle al empresario sevillano Rafael Beca Mateos el cultivo del arroz. La empresa encargada ya estaba al quite, Rafael Beca SL Industrias Agrícolas, pero faltaba la necesaria mano de obra, nada que no pudiera remediarse con trabajadores traídos de las cárceles y campos de prisioneros republicanos.

Mano de obra esclava para arar la tierra, canalizar aguas, preparar las tablas y plantar y segar el arroz. A estos esclavos se les unió gente que huía de otras convulsas zonas bélicas y, por supuesto, los agricultores valencianos con experiencia que bajaron al sur porque aquí se les facilitaba tierras, viviendas y jornaleros con sueldos bajísimos.

A ambos lados del río se sembraron pronto 36.000 hectáreas de arroz; 24.000 en la orilla derecha y 12.000 en la izquierda. Y creciendo que era gerundio. Se estaba conformando la mayor zona productora de arroz de nuestro país. Y nacieron así El Puntal y otros poblados bautizados con nombres como Alfonso XIII o Queipo de Llano. Por lo demás, muchos núcleos de población que, después de ser utilizados durante la larga dictadura como asentamientos de mano de obra baratísima, fueron desapareciendo: Casudis, el Coto, El Roboso, El Tané o La Mejorada, donde vivió el autor del libro…

Desgracia y miedo silvestres

La mirada cándida del niño narrador se va volviendo, a lo largo de estas páginas, una mirada obligatoriamente endurecida sobre una realidad insalubre en la que se perfila muy pronto quiénes dominan, incluso desde las avionetas con que fumigan no solo productos químicos hoy inimaginables, y quienes soportan todo tipo de humillaciones como algo cotidiano y natural.

La escasez del agua repartida, la solidaridad entre los pobres que simulaban la muerte de borregos para comer algo de proteínas y el peligroso juego de los niños sin escolarizar en los desagües va jalonando la historia personal de un narrador que no se olvida de otras muchísimas circunstancias personales como las de quienes soñaron con ser poetas, como es el caso de Manuel de Fora, o toreros, como Jorge Ruiz Anula, con tal de sacudirse un hambre que solo empezó a remediarse con la llegada del pan que repartía por la marisma Juan Sebastián Olmo, quien aterrizó por aquellos lares porque a su hermano mayor lo habían detenido los franquistas y terminó de esclavo en las obras del Canal de los Presos.

Juan el Panadero, para estar cerca de su hermano, se instaló en Los Palacios y había empezado a trabajar en las mismas obras del canal como asalariado, y luego en las del pantano del Águila, hasta que él mismo formó una familia y acabó repartiendo el pan que no era suyo, sino de Joaquín el de Eladia, porque estaba convencido de que no solo de pan vivía el hombre y por eso repartía también octavillas clandestinas contra la explotación laboral de unas gentes que solo comían, cuando comían bien, garbanzos, arroz, tomates, anguilas, carpas, polluelas, gallaretos, patos, morcilla y chorizo y que hacían todo lo posible por criar gallinas para que no les faltaran los huevos…, pero que sentían un miedo congénito porque vivir al raso, sin seguridad social y con tantas enfermedades como acechaban –tuberculosis, paludismo, brucelosis o tifus- era mucho peor que el trabajo infantil al que se veían abocados sus propios hijos desde que se mantenían en pie. Begines recuerda a cada rato, desde la perspectiva actual, que no habla de un poblado africano, sino de un municipio en la Europa de los años 60… y 70…

En el verano del 71, el autor recordará que “acababa de terminar el quinto curso de Educación General Básica e iba muy contento por las buenas notas conseguidas en el colegio”. Su relato de aquel recuerdo, como tantos otros, es estremecedor: “El baño de realidad que recibí al entrar el primer día en la tabla y enterrarme por encima de los tobillos en barro y descalzo me hizo comprender que eso de las buenas notas y la escuela carecían de valor en aquel ambiente tan embrutecedor y estresante, con jornadas de trabajo de diez horas…”.

Pueblo lejano

La foto fija del pueblo que conoció Manuel Begines la comparte la mayoría de su generación, y él la refresca porque aprendió a leer y escribir básicamente en la escuela de El Cerro, el barrio más pobre de la localidad, lleno de chozas de pasto y de niños que arrojaban piedras a sus propias sombras, aunque luego estudiara también en el María Auxiliadora, hasta que la edad y la necesidad familiar lo abocaron de nuevo a la marisma, donde sigue recordando y reflexionando en torno a figuras del flamenco, que era la música por antonomasia de entonces, como El Rerre de Los Palacios, o José Sánchez Itoly, que también conoció la miseria del trabajo en la marisma…

También recuerda a los ricos del pueblo, empezando por Eduardo Gómez y Juanito el del Vino, bodegueros a los que se unían los Murube ya venidos a menos, los Nieto Elías, los Ramos o los Núñez… frente a aquella inmensa mayoría de pelaos que buscaba tajo cada anochecer en La Higuerilla.

El libro, sin perder nunca la marisma como horizonte de sentido, focaliza además las tierras mucho más repartidas del otro extremo –las arenas de los manchoneros-, la romería de unos paisanos que se iban alejando de los barros marismeños conforme iba consolidándose la mecanización del campo y sus primeras huelgas, las murgas carnavalescas, la bárbaras fiestas de los Judas, la corta ilusión por los Reyes Magos o los abundantes cines de entonces, cuya desaparición no contó con ninguna elegía cinematográfica, como tampoco lo hicieron compañeros comunistas que lucharon a brazo partido por los derechos laborales y recibieron, con el tiempo, tanta indiferencia, como los recordados Elías Benito, Luis Báez o Máximo Luna…

Por su memoria y por la de tantos jornaleros anónimos como construyeron la marisma que hoy se vende turística, ambiental y económicamente desde despachos enmoquetados ha escrito Begines este libro, sin ser escritor, sin ver más allá de sus propios recuerdos porque entonces, como el pobre de la anécdota de Lorca, no veía nada y solo tenía hambre. Mucha hambre.

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