El odio al diferente: la España racista

El problema es que ya tenemos bastante normalizado el discurso xenófobo en nuestra cultura

El Valencia, por el videomarcador, censurando los insultos racistas a Vinícius, habituales en el fútbol español.
El Valencia, por el videomarcador, censurando los insultos racistas a Vinícius, habituales en el fútbol español.

España no es un estado racista. No lo es. Fíjense que nuestra normativa, incluido el Código Penal, garantiza la igualdad de todos y todas. Lo dice la Constitución, que recoge que no es lícita ninguna discriminación por motivo de raza, sexo, religión, opinión, condición económica u origen. Lo dice bien pronto, concretamente en el artículo dos. Igualdad. Ese el principio. Y en el código penal, en el artículo 510, se regula el delito de odio. España, por tanto, formalmente no es un país racista, ni xenófobo, ni homófobo, ni nada por el estilo… Formalmente. Otra cosa es lo que realmente somos los ciudadanos. 

Los últimos acontecimientos en el espectáculo del fútbol —digo espectáculo porque hoy por hoy hablar de deporte es difícil en esta disciplina a nivel profesional, visto lo visto—, con los gritos al jugador brasileño del Real Madrid, Vinicius, llamándole mono y otros cánticos de tipos racista. Lamentable. Lógicamente, la difusión de esta circunstancia ha sido global, como es el fútbol y sus jugadores más mediáticos. La respuesta ha sido casi unánime: Todos somos Vinicius. Todos contra el racismo. Vale, yo también. De hecho, en el partido que jugaron hace unos días en el Bernabéu, los del Madrid contra el Rayo Vallecano, hubo un sentido homenaje al ultrajado jugador y una conjura coincidente contra toda discriminación. Vale. Concluyó el homenaje y lo primero que se escuchó fueron gritos y cánticos contra la procedencia del Rayo como equipo de un barrio humilde de Madrid. «No es racismo» decía uno a cámara. Efectivamente, es otra cosa: el odio al pobre. Al final todo es lo mismo, los que lo tienen todo contra los que no tienen nada, y nada les dejan tener.

Tenemos un embolado con todo esto en nuestro país, y no queremos darnos por enterados. Somos tan españoles y muchos españoles —la perfección, oiga—, como incapaces de asumir que tenemos un problema grande y que, a grandes problemas, grandes soluciones. En cada caso que se dé, la sociedad debe poder defenderse con las armas de la ley, de manera contundente y ejemplar. No se puede ser permisivo, ni condescendiente. Esto no va de hacer gracietas en mítines tipo Ayuso cuando da su aportación a la solución al problema de la contaminación y el cambio climático en Madrid —poner una maceta en los balcones—. No. Esto va de coger el rábano por las hojas, asumiendo que tenemos un problema de base que seguramente está en la educación, en una cultura de la permisividad que conduce a que se normalice la discriminación. Repetir hasta la saciedad que no existe un derecho al insulto, que la libertad de expresión no ampara que manifiestes tu odio a los otros persiguiéndoles, discriminándolos. Ya está bien de ese concepto de libertad de cuñaos, de libertad de terrazas y cañas de cervezas. Eso no es libertad, no banalicen esa palabra que es sagrada. Que la igualdad de oportunidades es justicia social, y que este no es un término de la izquierda comunistabolivarianabilduetarra, no, es un término de la gente decente. Al final es el odio al diferente.

El problema es que, para nuestra desgracia, ya tenemos bastante normalizado el discurso xenófobo en nuestra cultura, es más, tenemos un partido político, Vox, que es descaradamente, racista, xenófobo, homófobo… y para más inri, tiene una representación institucional muy importante. Cada voto que va a esta formación va en la dirección de la que hablo: España tiene un problema con el racismo, incluso lo disculpa, lo permite, lo alienta. 

Hoy es día de elecciones municipales y autonómicas, ese partido aspira a gobernar en muchos de nuestros pueblos y ciudades, en algunas comunidades autónomas, todo ello con la complacencia culposa de un Partido Popular que ha extremado su discurso para no perder un puñado de votos, pero ¿merece la pena tener un puñado de votos a cambio de entregar tu dignidad?

Hoy votaré, como lo he hecho siempre, pensando en aquello que nos puede unir. Votaré pensando que aún es posible que el sentido común nos lleve a rechazar el odio, la agresión, la intolerancia. Espero que pueda ser así en muchos casos.

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