José María Aznar y George Bush. Desde 1992, el interés de los votos ha cambiado.
José María Aznar y George Bush. Desde 1992, el interés de los votos ha cambiado.

En 1992 se celebraron elecciones presidenciales en Estados Unidos. Bush, que era el presidente, parecía imbatible debido a las circunstancias en las que se desarrolló su mandato fundamentalmente en política exterior. La guerra del golfo fue apoyada mayoritariamente por la ciudadanía que veían en ella una demostración del poderío de su país. También el desmoronamiento del bloque soviético, la agonía de la URSS, el final de la guerra fría con un resultado que fue considerado de victoria indiscutible de los americanos, de las tesis del mundo capitalista. Lo dicho, Bush, y así lo decían las encuestas, nadaba en la tranquilidad a la espera del famoso primer martes después del primer lunes del mes de noviembre, que es la fecha tradicional de celebración de los comicios presidenciales en EE.UU. Bush lo tenía, supuestamente, bastante fácil.

En esas, el Partido Demócrata tenía de candidato a Bill Clinton, muy popular entre sus filas, una buena reputación como gobernador en Arkansas y un activo en la esfera ideológica de lo que entonces se comenzó a llamar la tercera vía. Las perspectivas no eran positivas y su campaña se debatía en un mar de dudas sobre cual debería ser el foco sobre el que articular su discurso, su relato, y el cómo conectar con un electorado con pocos incentivos para cambiar de “caballo”. Fue un asesor de Clinton, Jame Carville, como estratega de campaña, quien diseñó el corpus del mensaje del candidato, incitándole a que hiciera un discurso que estuviera más centrado en los problemas de la vida cotidiana de los estadounidenses, olvidarse de Bush, o de intentar rebatirle sus supuestos éxitos en política internacional y enfocar su campaña en las necesidades de la gente. 

Para fijar estas ideas durante todo el periplo y que les condujese a la victoria, improbable, este Carville, colocó una serie de carteles por todos los locales que el Partido Demócrata tenía destinados para la campaña de Clinton por todo el país. En esos carteles escribió tres puntos: 1. Cambio o más de lo mismo. 2. Es la economía, estúpido. 3. No olvidar el sistema de salud. Es decir, la idea de cambiar para ganar, para mejorar, pero mejorar, ¿en qué? Pues en lo que la gente precisaba, aunque no lo supiera: la economía, que hacía aguas y un sistema de salud excluyente para los menos pudientes. Clinton llamó a votar por los propios intereses, les decía “estúpidos” a aquellos que no lo hacían, que eran capaces de seguir votando a Bush en contra de sus intereses. Y funcionó. Eso funcionaba, sin duda.

Lamentable, las cosas han cambiado mucho desde ese 1992 y, aunque nos parezca una cosa muy loca, muy estúpida, ahora la gente no vota para defender lo que le viene bien, lo que le hace falta, a favor de lo que le interesa. No es nada difícil encontrar a personas que han visto, en España, por ejemplo, subir su nómina con la subida del salario mínimo, o que han comprobado como en tres años ha subido más su pensión que en los siete años precedentes… y, sin embargo, están dispuestos a poner en riesgo eso ante un nebuloso discurso o relato que tiene que ver con esencialismos que tienen poco que ver la vida cotidiana. Es lo que ya podemos llamar la futbolización de la política: Si yo soy de ese equipo, da igual que ganemos haciendo trampas, de manera injusta, ofreciendo malos ejemplos… da igual, la cosa es ganar, aunque eso vaya en detrimento de lo que dices defender. 

Ese marco conceptual, ese relato tan estúpido, ha triunfado, la estupidez, la paradoja ha vencido; la derecha extrema ha conseguido meternos en ese bucle. Esperemos que llegue la lucidez y por esta vez no funcione lo ramplón, lo cutre y, más que nada, que no le demos votos en contra de nuestros intereses. Votar no es un acto de solidaridad, es un acto egoísta. ¡Es por nuestro interés, estúpidos!

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