Bañistas en la 'playita' de Zahara, en una imagen del pasado verano.
Bañistas en la 'playita' de Zahara, en una imagen del pasado verano. JUAN CARLOS TORO

El calor. La calor. Da igual como lo digas, es como el mar y la mar. La canícula siempre llega, cada vez más rápido ―porque todo llega más rápido, todo pasa más rápido― y se va, desaparece también más rápido. El tiempo ―no el climatológico― como el espacio ―y seguramente muchas más cosas que usted y yo podríamos ir enumerando― son categorías que cada uno de nosotros las vivimos de manera distinta ―Kant nos complicó la vida explicando esta cuestión, yo me quedo como me lo tradujo mi profesora Ana Rodríguez Penín en el instituto: “el tiempo y el espacio son magnitudes que podemos comparar con unas gafas, cada uno lleva una graduación distinta para ver la realidad, por tanto, tamizada a través de unos cristales”…o algo así―. Pero el verano, el calor o el calor, dura más, pero se nota menos, sobretodo pensando en las personas que vamos cumpliendo unos pocos de años y tenemos una visión de la vida más larga mirando por el espejo retrovisor que por la luna delantera.

Cuando éramos niños, y todavía hay niños, pocos pero los hay, el verano llegaba a ser eterno, las tardes de agosto eran melancolía de las inciertas amistades del colegio, y las mañanas de vacaciones que suponían poder ―que suerte― ir todos los días a la playa, o buscar en nuestras plazas preferidas, convertidas en improvisados campos de fútbol, el gol soñado, el regate perfecto, la victoria más ansiada. El verano, como se entiende hoy, pero con mirada de ayer, era para los ricos o para los nativos de la costa, no hay más. 

Cuando yo era un niño, creo que hace tiempo de eso, el verano comenzaba el día que daban las notas en el colegio, lo cual solía coincidir en fechas muy cercanas a la festividad de San Juan, y terminaba justo el día que comenzabas el curso, a primeros de septiembre. Daba igual el tiempo ―el climatológico― que hiciera antes o después de esas fechas, daba igual que Mayo fuera inusualmente tórrido o lluvioso, que el veranillo del membrillo de septiembre te obligara a ir a clases con manga corta, daba igual porque antes y después de esas fechas era invierno.

Dijera lo que dijera un tal Mariano Medina ―que era el hombre del tiempo oficial de la televisión oficial y única― que en invierno, aunque la temperatura fuera de veinte grados, era invierno, y en mi ciudad, veinte grados puede suponer frío y sobretodo, independientemente de las circunstancias: humedad, que no por manido deja de tener su efecto el dicho: en Cádiz no hace frío, hace humedad. Una humedad con veinte grados, las casas como iglús, por lo cual, sin hacer caso de lo que marcaran los termómetros, nos cubrían con el consabido gorrito o verdugo de lana bien puesto, en su defecto, una buena bufanda que tapara bien la boca que ya se sabía entonces, sin coronavirus ni nada, que por la boca muere el pez y se cogían las anginas, verdadera pandemia de la infancia que yo recuerdo.

Hoy todo es diferente, y no tengo ni idea si los niños de hoy opinan o sienten lo mismo que yo sentía entonces; no lo creo porque ellos tienen otras perspectivas temporales ―otras gafas―, pero para mí, hoy por hoy, el verano dura poco, pero también el invierno termina pronto, y no hay ni primavera ni otoño ¡será eso posible? ¿qué diría Mariano Medina? ¿qué gafas llevo puestas profesora Ana? Como en aquellos tiempos, no es una cuestión de calor ―del calor, o el calor― ni la presión atmosférica, ni si el anticiclón de Las Azores ―antes tan presente en nuestra vidas y hoy ninguneado por esa horda de hombres y mujeres del tiempo que solo se empeñan en sacar a sus compañeros periodista bajo nevadas imposibles, supervestidos en playas sureñas, o en medio de unas riadas pavorosas― está más arriba o más abajo. No. Es una percepción dinámica de tus expectativas. Por ejemplo, este año, todos deseando que llegara el verano porque nos decían que el coronavirus era como drácula, poco amante del sol, la luz y el calor ―o la calor―.

Pero llegó el verano y resulta que no, que el susodicho solo se había tomado unas vacaciones antes de aposentarse en nuestro solar patrio. Así que estamos ahora todos deseando que, cuanto antes, llegue el invierno porque hay un puñado de gente que se han empeñado en ser los primeros en sacar una vacuna ―no sean malpensados, quieren salvar al mundo y pasar a la historia, no es por dinero; las farmacéuticas y toda esa industria vela por nuestros intereses, no se preocupen ¿o si?― y eso ocurrirá, según dicen, en invierno, con lo cual, otro año más, y éste por una razón un poco fastidiosa, el verano se irá en un plis plas. Yo no desespero porque aún nos quedan unas pocas olas de calor porque, según ha dicho un hombre muy seriamente en la televisión, esta ola de bochorno es la primera, y como lo del Covid, también tendrá una segunda ola de calor. Del calor, de la calor, o como ustedes gusten. La vida es como una ola, que diría la más grande.

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído