Las monterías fueron siempre en otoño o en invierno, algo que les daba a los señoros y a sus señoras la oportunidad de lucirse en moda montesa e incluso de madrugar: una escopeta nacional en trajes de baño con cazuelas, bikinis; señoros de pantorrillas grises y con trajes de baño a lo Martínez el Facha y gafas negras de concha sería una novedad como montería.
Pero este año la tendremos, además de un verano de crucería y de turismo clase B. Una mujer joven desciende por la escalera del metro derrengada con su maleta. Iba a Zabalburu, pero a Zabalburu no va el metro. Ah, no, a Zazpikaleak. En lo que el celular la lleva desde Zabalburu hasta las Siete Calles viene su marido: este joven, dice por mí, me está ayudando. Le digo que tiene que ir al otro andén. Que tome el ascensor. Sube la escalera y en lugar de irse al ascensor, a la misma distancia de la otra escalera, se va escaleras abajo. Por supuesto que de castellano, ni una palabra. Por las Siete Calles van y vienen una especie de humanoides con una maleta de ruedas en la mano izquierda y mirando al celular, en la derecha, como los robots aspiradores.
Mi papá tuvo que ir al hospital y cuando le dieron el alta, ese personal amable y eficiente, en verdad cariñoso, de la sanidad pública, llamó a un taxi: no había. Me dije, ufff, voy a ver si hay un uber: tardaría en llegar quince minutos y me costaría 36,80 euros. Salí con mi papá a la sala de espera y en el siguiente control llamaron a la otra empresa de taxis, que llamáramos en diez minutos, que les habían avisado, no voy a decir quién porque el mundo se ha vuelto loco, de que un crucero entero tenía que volver al barco. Ahí me explicaron el precio del uber: por la oferta y la demanda, a esto hemos llegado. Siete minutos más tarde volvimos a llamar y había ya un taxi, que tomamos al vuelo. En ese momento, el uber para el mismo recorrido costaba 24,90 euros. El taxi nos costó 11, 60.
En la antigua tienda de moda de novias de la calle Askao, de tres pisos, una mujer se abanicaba con la carta del menú. Alguien no había hecho caso del cartel "En puerta cerrada, no entra calor". La misma puerta que conducía, en aquellos tiempos, a que no te embarcaras ni casaras en martes y 13 o que un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Hay mucha sabiduría en la deconstrucción de los refranes, dedicados a ser cárceles del corazón y de la vida de las personas. No por mucho madrugar, dios te ayuda.
Economía de lo disponible. La tienda no fue demolida y rehecha para ponerla en los estándares de diseño actual, ¿qué es eso?, sobre todo, ¿para qué es el diseño actual si ya todo es casi igual en tantas ciudades del mundo? Me decía, sentados en uno de los escaparates laterales, un matrimonio que hasta los pintxos son todos iguales, que los bares parece que los reciben de un servicio de catering y en todas partes hay los mismos y tienen hasta la misma forma. Me alegré de haber entrado en el de la esquina de uno de los cantones de la Plaza Nueva; un bar de toda la vida, modernizado, es verdad, pero donde siguen haciendo ellos los pintxos con toda seguridad y donde las conversaciones son para mayores de treinta y tres años, y bastante sinsorgas, pero de otra sinsorguería.
La Sinsorga, busquen en rae.es, hizo con lo disponible un lugar nuevo, resignificado. Una novedad es que el papel pintado del baño de arriba es muy parecido al del café Uter de Lübeck. La misma lámpara cuelga del techo, pero los maniquís visten como les da la gana.




