Un muchacho se sienta con una pierna en el asiento y la otra en el pasillo del vagón del metro. Su padre, encorbatado, con camisa blanca y camiseta de albañil debajo de la camisa, con treinta y cuatro grados en el exterior, le rezonga que se siente bien. El hijo le dice que está bien así. El padre insiste; el hijo también. Una madre, en el mismo vagón, le conmina a su hijo adolescente a que se siente y le dice que está bien de pie. Con ella venían dos conocidas y una de ella ocupa el asiento deseado para el muchacho. Se bajan porque se van a un chino donde los rollitos de primavera son sabrosos. La madre vuelve con su hijo a que se siente, y su hijo a que prefiere quedarse donde está.
“Te reviento, chaval” le decía a su hijo chico después de que le dijera que se sentara bien, en el mismo vagón, del mismo metro, del mismo recorrido, el mismo día. Tengo que averiguar cuál es el secreto de la necesidad de sentarse, pero debe de haberlo, porque hasta los agentes de la Stasi, la policía política de la DDR, hacían que sus prisioneros se sentaran como dios manda. Ellos, eso sí, guardaban luego el tapizado improvisado de la silla en un frasco por si sus perros policía necesitaban ir a buscarlos.
El vagón está lleno de voces pasadas por el alambique de aquellos transistores con los que algunos varones iban escuchando los partidos de fútbol en los vagones, en aquella eran de madera, del tren cuyo trazado usa en parte el metro de hoy y donde mucha gente cree que está en el salón de su casa. Le decía, el señor de enfrente de su celular, que necesitaba una certificación para la “dieta por toxicidad”, porque se le había intoxicado el intestino y eso le había producido, además, dolores abdominales y de espalda. De momento, no había tenido que faltar al trabajo. La señora de atrás va diciéndole, al suyo, que cada uno siembra y recoge, y que recoge de lo que siembra. Me hace gracia que cada uno recoja de lo que siembra en estos días de dana, vendavales e inundaciones, en que los granizos más pequeños que cayeron medían dos centímetros de diámetro.
En la salida de la estación se agolpa el deseo sobre la realidad: llueve, y no poco. Estaba anunciado por todas partes y la gente está esperando a que escampe. Las calles están llenas de charcos y los pies de sandalias. Llego al café y seguirá lloviendo un buen rato todavía. Cuando pare, el cielo se verá resquebrajado y amenazando que se hunde. Para y regresa el calor, bochornoso, pero la luz sigue faltando. Me llama la atención más que nunca que el Centro Cultural de la Alhóndiga, por más que se llame Azkuna, sea tan oscuro, tan injustificadamente oscuro, cuando la cultura, si es algo, es luz.
A diferencia del Guggenheim, La Alhóndiga resulta, a pesar de su gigantismo, oscura y angosta: aplasta. Las imágenes que salen en internet son, precisamente, las de las vías de escape a los ojos y a las emociones de opresión arquitectónica. La planta baja es un lugar vacío: inmenso y oscuramente vacío. Un lugar gigantesco solo para ir de paso adonde se vaya: a los cines, magníficos, donde la cultura se hace con luz; a la sala de exposiciones; a los ascensores; a las calles del otro lado. Ante las columnas o las esculturas allá dispuestas no se detiene nadie.



