El viaje empezaba a hacerse largo no por su duración, ni siquiera por un retraso que acumulaba al menos tres versiones de su porqué, sino por el griterío zafio con que llenaban el autobús tres personas con su celular y una cuarta que rezongaba con su marido a cada pausa que se tomaba con su vecina de asiento al otro lado del pasillo. Cuando no sonaba a todo gas un timbre de aquellos teléfonos de baquelita, la respuesta a otra llamada era un berrido: “¡Qué quieres?”, que se cruzaba con el nuevo rezongue a su marido: “Hijo, parece siempre hubieras tenido coche… ¡Que te digo yo que en aquella fuimos en un coche pirata; la cosa es discutir!”. Entonces llegaba la voz metálica del telefonillo de otra mujer que mantenía una conversación pública con alguien. Se superponía otra voz: “¡Que llames a la taxista que venga más tarde, que traemos una hora de retraso y va a más!”. Entonces, el marido rezongado alzaba la voz y mandaba callar a la Flora.
El cochero, un sieso, que si tenía pasaje, más seco que una arenque en salmuera y cuando el dije que sí, que la valija al otro lado del coche. Subí, comprobó y cuando pregunté que dónde podía sentarme, porque no iba numerada, propiamente como en un cine: que me sentara “donde esté libre”; luego llegaron otros viajeros reclamando sus sitios, por suerte no el mío.
Venía desde muy al norte, en ferrocarril, aunque no viniera de Rusia, que nunca estuve, como Borrow, o si también en eso exageraba, ni traía biblias como él, ni otras cosas para vender. Más bien venía como Irwing, aunque ya se sabe que las crónicas de viaje y del tipismo carpetovetónico se aguantan mejor si las hace un anglosajón que si uno de la tierra, que entonces es traición. Después de varios días de parada y fonda quise seguir viaje en tren y en las puertas de los mostradores un cartel anunciaba cerrado del 20 al 28 de julio, sin más explicaciones. La web, como es lamentablemente costumbre, no funcionaba y ahí empezó mi desigual experiencia con los cocheros. El primero fue invisible; audible al acercarnos a la parada final porque puso la radio.
Luego de la segunda parada fue muy amable el taquillero y muy sorpresivo el cochero, que en lugar de llevarnos al destino nombró a los siete que allá íbamos y nos mandó, ordenó, que bajáramos y siguiéramos al que nos iba a llevar en una furgoneta. Llegados al destino había que comprar el siguiente pasaje en un estanco. No había consigna para equipajes, la oficina de turismo donde podrían informarme mejor abría cuando le daba la gana y la estanquera misma no me podía tener el equipaje hasta la salida del siguiente coche, pero me aconsejó que no me fiara de dejarlo en ninguna parte. Caminé unos metros hasta un bar que se anunciaba como restaurante, pedí una caña, pregunté por el almuerzo con la intención de dejar allí el equipaje, pero no era restaurante desde hacía tiempo.
Cargué con mis cosas y caminé hacia la Plaza Mayor. En el Casino Obrero daban menú y me cuidaron mis cosas. Seguí caminando hacia la Plaza Mayor. La localidad era una perla de arquitectura y de tabernas. Avancé por una calleja invitado por los colores de las fachadas del fondo, pedí una caña, al momento de la tapa advertí que yo era vegetariano y el tabernero sonriente afirmó que habría otras cosas, seguro, y me puso una de cliente de toda la vida. Sentado, mis ojos se empeñaron en sacarle conocido a un vecino de mesa, aunque hasta ahora no le pude poner nombre. Ya me iba y en el escalón de un portal vi un saco transparente lleno de rabos de cerdo: hice la primera foto enfocando hacia el suelo. Haciendo la segunda, para incluir el portal entero, un acusica, desde una mesa, grito que estaba haciendo fotos. Se acercó un hombre maduro y extremadamente fornido: “No te hagas problema, es pura curiosidad” y me contesto que no se hacía ningún problema. El acusica hizo un soberano ridículo y yo tuve alguna suerte, creo.
Aquí es donde llegó el coche de línea con enorme retraso, para el que, en verdad, nos habían convocado con enorme adelanto de media hora. Para recoger los equipajes el desconcierto y la falta de paciencia fueron inmensos, aunque no ocurriera lo que en una de aquellas paradas en que un matrimonio de edad muy elevada se volvió, por suerte a tiempo, al coche porque se llevaban una maleta que no era suya. Tardaron en reconocer su equipaje, pero terminaron por encontrarlo.
En la parada final, mientras me acercaba con cuidado en busca de mi valija, una de las mujeres que hablaba a voces al telefonillo se abría paso a empujones. La reconocí cuando me di la vuelta y le quise pedir que no empujara: “¿Quién le ha empujao a usté?”, y aquello se convirtió en una escena de zarzuela de arrabaleras en la que un guardia se la hubiera querido llevar al cuartelillo por insultar a los viajeros y ella hubiera ido dándole patadas y diciéndole cualquier cantidad de insultos. Esperando la llegada del taxi, única manera de salir de allá, otro viajero confirmó todas mis impresiones del viaje. Nos despedimos y yo llegué, por fin, a la fonda, donde la aventura del viaje continuó.



