Vista aérea de la ciudad
Vista aérea de la ciudad

Subo por una escalera angosta del siglo XVIII, con la cabeza ligeramente agachada para protegerla de un choque contra un posible escalón situado arriba en el estrecho caracol por el que justo cabe mi cuerpo. Bueno, éramos dos, uno con dos banderas y yo con el catalejo. Le saco un tapón a un ojo de la pared, sitúo el catalejo y busco nuestra bandera: allá está nuestro barco. En lo alto de un palo mueve las banderas, grito a Frasco que empiece. Se establece el diálogo. Voy dándole indicaciones y guardando en la memoria lo que me dicen desde el mar. Le digo a Frasco que se despida.

Bajo de lo alto de la torre, primera terraza, segunda terraza, tercera terraza. El día está despuntando, la reverberación del sol del amanecer envuelve a Cadi en una luz roja polarizada que la llena de magia entre esas primeras luces. La Bella escondida ante mí, desde donde ahora mismo escribo. La única distinta, la única no visible al completo para todo Cadi. ¿La construyó el padre de una novicia para subirse en lo alto y ver el jardín del convento cercano donde había ingresado?

El viaje hasta aquí fue atribulado, casi tanto como el de George Borrow. En Ávila había desaparecido la línea de autobús hasta Plasencia, para luego poder seguir viaje. Continué a Salamanca, desde donde puede llegar a Cáceres. Pude compartir mantel con variøs amigøs y luego disfruté de asilo para dormir porque el tren de Madrid no llegaba, y luego llegó antes de lo previsto, y en la estación no había fonda ni pensión y había que esperar al día siguiente, al único tren diario que me llevara a Sevilla para poder seguir viaje a la Tacita de Plata.

Por esos caminos de Dios, hemos escuchado que ya no se lleva confesarse, que el barragán “es su marido, aunque no tengan la bendición: han vivido juntos toda la vida”. En Hervás, una madre montó en el autobús a su hijo, y en Cáceres lo salieron a buscar sus tíos. Tengo para mí que con cinco películas de Almodóvar, el Retrato de las maravillas de Cervantes y el viaje de Borrow nos da para vivir las maravillas del retablo que es las Españas. Las maravillas y las pesadeces también. Viajar sigue siendo una aventura, no hay duda; y las pérdidas aportan sus ventajas.

Anuncian mi tren, pero llega el de la dirección contraria; anuncian un tren sin parada, pero llega el mío y para; llegamos a la estación y advierten que se crucen las vías con precaución, pero en toda la estación hay carteles rojos que prohíben cruzar las vías. Durante el trasbordo me voy a un bar a tomar un café y un hombre le pide al camarero cuatro churros, el camarero le porfía que si uno más, el hombre se mantiene firme, el camarero habla consigo mismo: “vamos a poner cinco”, y luego añade “y uno más”. Es el imperativo de la media docena.

De vuelta en casa no puedo encender el gas y me tiro a la calle en busca de fósforos, Termino en la librería de Tomás, que saca del cajón de su escritorio, antiguo, de madera, la caja de las cerillas de guardia.

En Cáceres escucho al pasar una conversación sobre lo que será un figón y nadie saca su móvil del bolsillo. Una camarera, temporera en Francia, no ofrece la frase del día: “la política no es una opción, todo es política”, mientras observo el revivir del viejo plato combinado en forma de una tapa de bar pensada para turistas.

Cadi, aquí se esperaría lo de ciudad trimilenaria y que, como dicen Javi y el Monano, ¿cuánto tiempo lleva Cadi teniendo tres mil años? Fuimos a La Caleta al bingo, a volver a bañarme donde me había metido al mar la última vez antes de la pandemia. Dejamos los pilotes llenos de gente apoyada esperando que se pusiera el sol.

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