Un mapa de transporte público.
Un mapa de transporte público.

Una madre, con su hijo sobre sus hombros, con una mochila a la espalda y una bolsa en bandolera cruza el vestíbulo hacia la izquierda, sube por la escalera mecánica. Al rato baja, cruza el vestíbulo hacia la derecha. Camina sin resuello mientras el niño juega con su móvil apoyado sobre su cabeza. Luego no vuelve, se han marchado.

Nosotros tomamos nuestras mochilas y también abandonamos el vestíbulo. Subimos a un avión. El avión despega. Hemos tirado las llaves al fondo de nuestras mochilas. El avión vuela. Era la única forma de salir y que no nos alcanzaran tan rápidamente porque el camino hubiera sido muy largo y con demasiadas situaciones de riesgo. Hubiera sido necesario parar a dormir, además, dos noches sin la seguridad de recibir una cama.

El avión aterriza. Los vestíbulos están otra vez llenos de gente. Caminamos a recoger nuestro equipaje. Salimos lo más rápidamente posible para llegar a un tren. Cuando llegamos a la ventanilla de los billetes se para el mundo. Hay obras. Hay que tomar una ruta alternativa. Recibo un plano. Primero debemos viajar hacia el norte, desde el norte hacia el sur; desde el sur hacia el oeste y, entonces, hacia el noroeste. El plano está garabateado, con indicaciones extra sobre los trenes posibles que se pueden tomar, para excluir los que pondrían en peligro nuestra ruta. Observo el plano con sus explicaciones, me cuesta entenderlo y me lo vuelve a explicar. Salgo con mis billetes y convencido de que nos envían al laberinto del Minotauro.

Mi compañera de viaje se asombra como yo. El laberinto que debemos recorrer está basado en la lógica de unas obras en la vía, pero algo en nuestros interiores nos dicen que no hay lógica de ninguna clase. Aceptamos el primer tramo del laberinto porque va hacia el norte, que es nuestra dirección final. El tren que nos llevaría a nuestro destino final está anunciado en el andén de enfrente para dentro de un minuto. Corremos escaleras arriba, luego escaleras abajo. Llegamos, llega, subimos. Una vez en el tren comprobamos con los amigos que nos esperan que vamos bien. El tercer tren es el definitivo. El revisor me dice que vamos en el tren anterior al nuestro. Pienso en Borges y cuando llegamos, por fin, al destino final, instalados, después de beber, porque los trenes no levan agua, tomo un libro de la mesita junto al sofá, salgo a una hamaca y me tumbo bajo un árbol. Cortázar, los hermanos habían tirado las llaves a una alcantarilla después de abandonar su casa, ya ocupada, y se lanzaban en la noche a un laberinto sin plano.

Atrás han quedado las bestias que éramos en todos esos lugares anteriores. Se abre ante nosotros el verano. El verano del 21. El verano que para todos siempre fue una promesa en tantas mitologías anteriores; ya fueran la fiestas en el pueblo o en el barrio que siempre traían una verbena con su baile y un encuentro; ya fuera el veraneo en una playa o en un río con su calor y su sol, con los cuerpos por fin a la vista, con los sentidos menos embridados y la autorización de que el verano es para disfrutar, si hay vacaciones, si hay un escenario propicio y si todo eso se puede pagar. Y si todo eso del sol y el calor realmente llega.

Abandono, puede ser la promesa de este verano del 21. Abandono a las musas de un verano en pandemia. A nuestro patio no llegó el humo del incendio de un bosque ya controlado. Hace sol, y el calor llega con moderación: por la noche hace frío. Hay una biblioteca en el interior de la casa. Comemos y cenamos entre risas, músicas desconocidas y buena comida que cocinamos nosotros mismos. Hay tiempo para recuerdos sin nostalgia y hacemos paseos comiendo pipas de girasol. No son vacaciones, es tiempo, tiempo de verano, en un lugar donde hay recuerdos y personas recordadas. Un lugar donde nadie sabe qué viviremos.

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