El problema de verdad, el problema real, es cuando te encuentras un clavel (o dos) por la mañana en la encimera de la cocina.

La Feria del Caballo da para plantearse múltiples preguntas sin respuesta. Las hay de muy distinto tipo, como ¿qué hago en una gym-disco-caseta-electro-latino?; ¿esta resaca es normal o es existencialista?; por favor, ¿soy yo el que está tarareando Des-pa-ci-to y, en consecuencia, por qué no me esposan y presentan —con toda la razón— cargos contra mi persona humana, como dicen los tertulianos de la tele?; las arañas de la caseta de González Byass sobrevivirán a un día de levante, ¿no?; y, ya puestos, ¿por qué no pinchan en ninguna caseta a Wolf Alice, el mejor grupo del momento?

Esas son solo unas cuantas preguntas... pero no son el problema. El problema de verdad, el problema real, es cuando te encuentras un clavel (o dos) por la mañana en la encimera de la cocina. La cuestión viene a ser así: te levantas los dos (así es, esa es la concordancia), es decir tú (yo) y tu resaca, vas a la cocina a ver si desayunas algo y te encuentras con que hay un clavel (o dos) en la encimera. Puede parecer una chorrada, pero es un tema que da para mucho y que incluso puede ir a peor: si el clavel (o los dos claveles… tres sería un disparate) reposa plácidamente en un vaso lleno de agua. Las preguntas se agolpan inmediatamente en tu cabeza, que ya está suficientemente achicharrada: ¿Qué hace ahí ese clavel? ¿Quién lo ha puesto? ¿Has sido tú el que ha dejado ahí los claveles después de una sesión de gym-disco-caseta-electro-latino de la que, lógicamente, no has conseguido salir indemne? ¿Son comprados o regalados? ¿Adornaron en su momento tu calva derecha o la izquierda? ¿Es un mensaje cifrado —y, en consecuencia, indescifrable— de tu ‘conyugue’, como se empeñaba en decir una concejala de Jerez que ya no está? No es que sean preguntas sin respuesta, es que lo mejor es que no la tengan…

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