Una paria del WhatsApp

Foto Francisco Romero copia

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Antes de terminar la carrera, empecé mi trayectoria, primero como becario y luego en plantilla, en Diario de Jerez. Con 25 años participé en la fundación de un periódico, El Independiente de Cádiz, que a pesar de su corta trayectoria obtuvo el Premio Andalucía de Periodismo en 2014 por la gran calidad de su suplemento dominical. Desde 2014 escribo en lavozdelsur.es, un periódico digital andaluz del que formé parte de su fundación, en el que ahora ejerzo de subdirector. En 2019 obtuve una mención especial del Premio Cádiz de Periodismo, y en 2023 un accésit del Premio Nacional de Periodismo Juan Andrés García de la Asociación de la Prensa de Jerez.

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Pues sí. Internet existe desde 1969. Eso sí, era un bebé, malvado, pero un bebé. Y afirmo lo de la maldad de la red de redes, porque ando crispada estos días, será que se acerca el final del año y me estreso. No sé.

Desde que el invento se integró en la vida cotidiana, todo ha ido de mal en peor, no me lo nieguen. Primero con el Messenger y sus bloqueos, las conexiones fantasma y las estrategias pérfidas. Luego con el Facebook llegaron las exposiciones públicas y los posteriores arrepentimientos, los chats desafortunados y los comentarios inoportunos, las fotografías etiquetadas en fiestas que no son de guardar, los ex que te encuentran después de veinte años, con más barriga, poca delicadeza y menos vergüenza, o esa “amiga” del colegio a la que llevas evitando desde que hiciste la primera comunión, y que ahora le da al me gusta de forma obsesiva y psicopática, a todo lo que compartes. Aterrador.

Si piensan que Facebook es lo peor, qué va. Se equivocan. Instagram también se las trae. Twitter es el colmo de la inmediatez (¿qué hay más horrible que la estupidez inmediata, en ciento cuarenta caracteres?). Pero no me entretendré en analizarlas una a una. Eso, otro día.

Y es que yo quiero aprovechar este artículo para quejarme, o para pedir ayuda más bien: mi problema es Whatsapp. He llegado a la conclusión de que necesito un coach que me eche el cable para aprender a gestionar mi comportamiento en cada uno de los veinte grupos que tengo en la app más usada por la humanidad en este momento. Soy una paria del Whatsapp. Una underground. O borderline. O una siesa, para qué darle más vueltas.

Una vez, en un grupo (no diré cual), me dio por corregir a un participante. Los ojos me sangraban a chorros cada vez que este miembro del chupi grupo escribía. Ni una “h” en su sitio. Ni una “v”, ni una “b”. Reconozco que es “deformación” profesional, de acuerdo. Me eliminaron del grupo: corregí a su administrador. Algunos de ese grupo me gruñen por la calle. No les miento.

En otra ocasión, decidí pulsar el botón del ostracismo eterno, o sea, “salir del grupo”. No podía soportar que en ese grupo concreto, de siete personas (y no todas mujeres) se debatiera continuamente sobre si la teta era o no oportuna. Me refiero al grupo de “Lactancia natural sí”. No me hablan. Me odian, a mí, a mis tetas, y al dedo traidor que le dio al botón de abandonar, sin avisar a la administradora, que se sintió agraviada para siempre.

La cuestión, es que hay determinados grupos de los que no puedes huir. Crees que en esa pantalla táctil, detrás de esos iconos de flamencas, caritas sonrientes y besitos vacuos, no hay vida real, y nada tiene consecuencias. Pero ay, amigos, qué va. No es un videojuego. Una vez que te incluyen, te abducen, te absorben en un grupo, estás perdido.

Llevo ya una semana recibiendo, continuamente, vídeos de papanoeles en pelotas, propuestas de menús para mil doscientas cenas navideñas, leyendo discusiones, sin participar (sí, lo de no “hablar” nunca en un grupo, también está muy mal visto, igual que participar demasiado, o solo hacerlo con emoticonos), sobre el lugar elegido para cenar al que Fulanito no quiere ir, pero en realidad pone una excusa y el resto lo sabe, y responde con indirectas cargadas de mala leche. Ah, y en breve, dos millones de fotos: las de sesión navideña de los niños de todas mis amigas, las de los platos de gambas en las cenas, las de las gambas que se meten, también en las cenas, etc. Me queda sufrimiento para rato, y he aprendido, menos mal, a silenciar los grupos más demoledores. Pero sabes que están ahí…

Está claro que no se puede frenar el progreso, ni dar la espalda a las tecnologías que nos facilitan la vida (¿en serio?). Los genios frikis que se lucran a base de manipular nuestro ego, nuestros sentimientos y frustraciones, deben estar partiéndose de risa observándonos desde un Olimpo analógico. Seguro que cuidan de su salud mental. Seguro que Zuckerberg llama a Gates desde un teléfono de góndola.

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