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A muy poca distancia del colegio viejo se resguarda todavía la más primitiva de las dudas del ser humano; misterio que acechó a mi barrio desde su primer agujero y su primera piedra aunque, pensándolo bien y considerando mi facilidad a la intriga y lo mucho que ha cambiado el paisaje, parece exagerado decir esto. Pero de lo que voy a contar –justo a continuación– no da lugar a discusión alguna: no había vecino que desde el canal de las Avispas –frontera de la barriada con los llanos– no pudiera distinguir con asombrosa claridad y cierto recelo los muros pálidos del cementerio. Nadie, que no quisiera pasar por loco, se aventuraba a entrar en la madrugada en aquella espesura de achacosos eucaliptos y carriles a medio andar que rodeaban al campo santo..., menos todavía en una dichosa noche como la de aquel sábado de agosto lejano, de cine con sábanas pardas y Casera blanca. Esa noche hacía de romano Charlton Heston y nadie quería perdérselo. Nadie, en su sano juicio y viviendo en aquel barrio de sol y tiempo estancado, podía perdérserlo.

Esa noche, como cada madrugada de cine, los niños dejamos de jugar al escondite antes de aburrir al penado y fuimos a las casas a por sillas de playa; los hombres, agarrados a sus botellines de Cruzcampo, custodiaban sobrios la entrada al patio del colegio que era donde se proyectaban las películas; las mujeres eran las últimas en llegar y las primeras en sentarse..., bulliciosas como un ejército sin miedo a ser localizado.

Cinco duros, una entrada. Cinco duros para poder recorrer las calles de la Roma imperial sobre una sábana mágica y conocer, de segunda mano, el rugir de una carrera de caballos a muerte..., con ese mar de fondo de los viejos cassettes estéreos. “Antonio, quítale agüilla” siempre decía, fuese en medio de un duelo bajo el sol o siendo devorado por algún cocodrilo de Tarzán, un hombre del Rocío que nunca llegué a conocer.

En el patio, repleto de almas y con una pila de cemento rebosante de agua podrida, no corría el aire; una pequeña puerta que daba la cara al oscuro bosque de eucaliptos y al cementerio era el único hueco por el que salían las personas, algún borracho de otra barriada y el aire. Así que sólo sudor y tabaco..., y pequeños ríos de hielo barato dibujando cuadrados perfectos en la acera del patinillo mientras Gabriel –un vecino en el que Dios no creía y por ello tenía que trabajar los domingos– le cerró la ventana de su dormitorio a medio vecindario; a un centenar de vecinos y a miles de romanos y cristianos que esa noche de agosto perdido luchaban, de mentira y sobre la fachada de su cuarto, por una libertad programada para el The End.

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