Una barriada, en una imagen reciente. FOTO: MANU GARCÍA
Una barriada, en una imagen reciente. FOTO: MANU GARCÍA

Solo las dudas y la necesidad de reconocimiento nos hacen vulnerables.

Gabriel Viñals

Mantuve hace unos días una gran conversación con una amiga, también muy grande, de esas personas con las que es fácil entenderse y de las que quedan muy pocas. También hablamos de lo que no hay más remedio que hablar, claro. Pero no se mencionaron porcentajes de contagios ni descerebrados sin mascarilla. Qué va. Afrontamos la cuestión desde la perspectiva que ya he manifestado sobradamente: esta extraña cura de humildad a nivel mundial que aún nos resistimos en asumir que no ha surtido ningún efecto, somos duros de pelar, aunque haya habido ensoñaciones románticas con que las catástrofes tienen el poder de cambiar el chip a la humanidad completa, y que incluso Trump iba a parecer humano y todo. Ni mijita. Seguimos en el punto de partida y los ególatras, egoístas y egocéntricos lo son ahora con mayor intensidad, y crueldad incluso. ¿No me creen? Nos meteremos todos, más aún quienes nos dedicamos, unos más que otros, a la búsqueda del lector, del aplauso o del reconocimiento del trabajo cultural. Si siempre ha sido una tarea complicada hacerse un hueco en una buena editorial o en una cartelera teatral en la Gran Vía, ahora se imponen la distancia social, el hambre de éxito y la voracidad en una competición dolorosísima de la que no quisiera ver las consecuencias. Y más arriba enumeraba los tres calificativos en los que el ego se abre y expande sus garras, alimentándose de oportunismos, y más en estos tiempos de incertidumbres y rendijas. No se sabe cuándo volveremos a ser tan normales (ja ja) como antes, y quizás volvamos a comprar muchos libros, a leerlos como descosidos, a asistir al teatro en multitud o a amontonarnos con frenesí, como los zombies escaladores de Guerra Mundial Z, a las puertas de los museos y las bibliotecas. No sé. Ojalá. La cuestión es que nos mira desde lejos la amenaza de nuevos encierros y desastres varios, pero apartar la vista es fácil y lo más cómodo es dormitar en el ombligo propio esperando que así lleguemos a la posteridad, nos den un premio o nos reconozcan el mérito a la pamplina. Lo más seguro es que con este artículo esté pecando de soberbia (servidora es pecadora a tope, sépanlo ustedes), y tampoco me haré entender por aquellos que viven más relajada e inteligentemente fuera de esta pugna por el pastel del prestigio (ya dije que éste tenía las manos frías y que no alimenta tampoco), preocupados solo por evitar que el bicho llegue y se lleve un trozo de corazón por delante. A la conclusión que llegamos, mi amiga y yo, como les digo, no es otra que asimilar la tristeza de que ahora es mucho más visible el vacío interior, porque los ojos no mienten, y nos han tapado la boca. Ese vacío de dentro, sobrecogedor como el de la calle, que tanto nos sobrecogió y que no debemos olvidar, aunque sea una calle con tu nombre.

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