Un kilo de vida real en el país de las banderas hiperventiladas

Raúl Solís

Periodista, europeísta, andalucista, de Mérida, con clase y el hijo de La Lola. Independiente, que no imparcial.

Una familia, a la luz de una vela durante la noche.
Una familia, a la luz de una vela durante la noche.

Beatriz tiene 48 años pero nadie lo diría. Tiene semblante de señora de 65 y una mirada triste que da información sobre ella sin necesidad de saber nada sobre su biografía. Vive en uno de los 15 barrios más empobrecidos de España, en la Zona Norte de Granada, y en agosto soportó las calores extremas de Andalucía con 20 horas de luz en todo el mes porque Endesa se niega a renovar los transformadores de su barrio y ninguna institución ha considerado urgente reunirse con la multinacional eléctrica, que antes era pública hasta que a Felipe González le dio por venderla al mejor postor, para obligarle a que dé servicio a la familia de Beatriz y a sus 20.000 vecinos y vecinas.

Beatriz vive en un piso sencillo de solemnidad con tres hijos y su marido. El mayor de sus hijos tiene 23 años y una discapacidad; la hija mediana tiene 19 años y trabaja donde le cae, cuando le cae: cogiendo aceitunas, quitando hierbas a los frutales o limpiando escaleras a 5 euros la hora. El niño chico de Beatriz, de 11 años, hace los deberes con una vela y una linterna, come en el comedor escolar, donde le dan una bolsita con una pieza de pan, fiambre y una frutita para la merienda, y hay noches que se acuesta con un yogur o una tortilla francesa de un solo huevo mientras que su madre se va al baño a llorar de la impotencia de verse así.

Álvaro, el hijo pequeño de Beatriz, no ha ido nunca de excursión con el colegio. Las profesoras de su cole no las organizan porque saben que las familias de los niños no tienen los 15 euros que cuesta ir en un día a visitar la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla. Si a Álvaro se le rompen las zapatillas, su madre se las pega con silicona hasta que aguanten o le den unas nuevas, ya usadas, en el ropero de Cáritas.

El marido de Beatriz trabaja haciendo ‘chapús’, que es como en Andalucía se le llama a los trabajos informales que no llegan ni a chapuzas: tienen una duración de dos o tres días, se pagan 30 euros por diez horas de trabajo y, por supuesto, sin dar de alta en la seguridad social.

Los únicos ingresos seguros que entran en casa de Beatriz son los 390 euros que recibe por ser cuidadora de su hijo mayor. Con ese dinero, Beatriz no sabe qué es ir de vacaciones, no sabe qué es comprar pescado fresco o carne para cenar, la fruta que entra en casa es a cuentagotas y le reza a todos sus santos y vírgenes para que no se le estropee el frigorífico o la lavadora. La pobreza a una familia llega cuando el mayor lujo culinario es comprar alitas de pollos.

Beatriz y su familia viven en Granada, Andalucía, en España, el cuarto país más rico de la Eurozona, pero sobreviven con una realidad de pobreza y desigualdad al nivel de Rumanía, uno de los países más empobrecidos de la UE. En Andalucía, el paro casi dobla a la media nacional y la pobreza infantil afecta a 4 de cada 10 niños. En sólo un año, de 2017 a 2018, según la Red de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, el número de personas en situación de pobreza ha crecido un 50% y 100.000 mujeres más son pobres.

El principal problema de España se llama pobreza, no Cataluña, pero pones los telediarios, abres los periódicos o enciendes la radio y la vida de Beatriz, que es una de las 12 de millones de criaturas  que duermen cada noche en el inhóspito umbral de la pobreza y la exclusión social, un tercio de la población española, la tapan banderas hiperventiladas de independentistas catalanes y agitadores españolistas que mueven sus respectivos trapos y bajas pasiones con la misma energía con la que desprecian el kilo de vida real.

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