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Teníamos veinticinco kilómetros por delante. Veinticinco kilómetros de agosto para tres niños que a eso de las cinco de la tarde —aburridos de puchero y de mesita de estar— decidimos regresar a Jerez con nuestras bicis de feria ambulante.

Atrás quedaron —en su silencio— los pavos con sus sombras prehistóricas, las gallinas que seguían escondidas entre las ramas de los olivos y mis primos del campo, que siempre me han olido a nueces y a cenizas. —Hace un siglo que no los veo, y me duele—.

Salimos del caserío sin agua, como los niños de siempre, y con la comida en la boca del estomago. Decían que era mejor así, lo más pronto posible, antes de que empezara la temida digestión que era el único mal de entonces o el único que teníamos permitido conocer.

¡Cómo pedaleaba mi amigo Miguel! Siempre he pensado que hubiera servido para el circo. Habría pagado mi entrada por ver cómo levantaba tres elefantes con una mano y su mundo con la otra. Sé que lo hubiera conseguido pero aun así nunca le gustó alardear y aquel día, como hacía siempre que dejábamos que nos acompañara, perseguía nuestra estela hecha de las sombras más negras que había visto en mi vida.

Mi hermano, él y yo fuimos dejando atrás todo lo que se interponía en nuestro camino: el puente que dicen que es de Eiffel, la horripilante iglesia de la colonia, las primeras casas —para nosotros eran las últimas— de la Florida hasta que aparecieron los campos de secano que todavía hoy siguen en pie.

A partir de ahí todo comenzó a ir más despacio. Cada golpe de cadena era un logro; cada diez metros consumados era una victoria y todavía así, llenándonos de pequeñas batallas ganadas, Jerez seguía inalterable a nuestros ojos. Seguía siendo una acuosa mancha gris sobre un horizonte de esparto, aquel mismo horizonte donde mi hermano —a las primeras de cambio— agotó sus reservas a tres pedaladas del puente de La Guareña y a un planeta de nuestra casa.

No podía ser verdad. En su caída, aparte de una rodilla magullada, había dejado inservible su bicicleta, ya que uno de los pedales había estallado en mil pedazos.

Qué curioso aquellos años de coches que parecían ir sin conductores, de pocas preguntas y de niños solitarios jugando a ser ciclistas de un Tour imaginario. Tiempos tan extraños que nadie —cierto que tampoco reclamamos ayuda— se detuvo para echarnos una mano, a tres niños de no más de trece años con la tarde sobre las espaldas y nada en los bolsillos.

Y en aquel maratoniano atardecer fue donde mi hermano tomó mi bicicleta prestada y se fue sin mirar atrás; donde rendido por el esfuerzo, en los llanos de Cuartillos, me di cuenta de que yo no venía para super-hombre y donde vislumbré que la felicidad de un hombre —porque Miguel lo fue siempre— podía residir en el simple hecho de resistir y no tanto en el logro.

Lo supe cuando Miguel, sin soltar la más mínima queja y con el sol ya acabado, dejó la malherida bicicleta de mi hermano frente a la puerta de la casa de mis padres. Sólo alcanzó a decir un “hasta mañana”, muy sincero, con todo el futuro por delante.

(Dedicado a mi amigo Miguel, un hombre feliz)

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