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Si viviéramos entregados a la pasión, embebidos de la vida, ocupados en nuestro propósito más íntimo… entonces otro gallo nos cantaría.

Creemos que tenemos sueños. Que tenemos ilusiones, esperanzas, veleidades. Deseos más o menos realizables. Sin embargo, comparto la opinión de algunos según la cual no somos nosotros los que tenemos sueños, son los sueños los que nos tienen a nosotros. Lo que pasa es que nosotros mismos a veces los frustramos con nuestra desgana, con nuestro pesimismo aprendido, con nuestro cálculo tacaño, con nuestra aritmética en la que etiquetamos de imposible aquello que es sencillamente un poco más difícil. Nos da miedo o pereza salir de nuestra zona de confort, de nuestra vida conocida a la que exigimos certezas y seguridades. Queremos invertir a plazo fijo.

Pero lo único cierto es que todo es bastante incierto.

Si viviéramos entregados a la pasión, embebidos de la vida, ocupados en nuestro propósito más íntimo… entonces otro gallo nos cantaría.

Es verdad que la vida humana está hecha en gran medida con materiales poco materiales, con juego, con azar, con imprevisión, con incertidumbre. Pero abrazar la vida es contar con esto y no forzar a las cosas a decir lo que ellas no quieren decir. Someternos a las cosas, ser esclavos de la vida es la única manera creativa de ser libre. Usted me dirá que esto es una paradoja. Efectivamente, así es. Paradojas de la vida. Y la mayor paradoja consiste en obedecer nuestro anhelo más íntimo: defender el principio esperanza en un mundo cuyo segundo dato más tozudo es la desesperanza, la derrota, el fracaso. Abrazar nuestro sueño. Para poder vivir “con los ojos brillantes”.

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