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Las guitarras –aquellas que ningún alumno quería coger por lo duras y sordas que estaban– volaban sobre nuestras cabezas en aquel cuarto sin ventanas que “El Carbonero” y Balao habían destinado para que sus imberbes guitarristas –un enjambre de cuerdas desafinadas, chasqueos y risas de Lepe– pudiéramos estudiar, sin los riesgos de la distracción y el roneo, las falsetas que nos enseñaban en unos siempre escasos diez minutos. O ponía todo el empeño o me volvía a casa con las manos vacías..., con un turneriano oleaje de notas perdidas golpeándome la memoria durante aquella hora larga de bus desde las Angustias hasta el barrio.

Ésto ocurría en San Miguel pero exactamente sucedía lo mismo -y seguirá pasando- en la academia de flamenco de la Porvera. A falta de grabadoras, sin móviles..., los ojos y las ganas eran lo único que le daban la posibilidad a esas generaciones de niñas y niños -con el flamenco en las venas o sobre la mesa mientras se cena- de sacar algo provechoso de aquellas escobillas, contratiempos y subidas que iban sucediéndose diabólicamente sobre la madera.

Compás, musicalidad, coreografía, manos..., tantos cabos por atar y tanto por lo que pensar; no había lugar a la prueba y al pasatiempo..., sólo cabía “se nace para ésto” o “se lucha por esto” llevando a las escuelas a ser verdaderas aulas del saber y no como ahora que se parecen, cada vez más, a cuartitos de psicólogos y a gimnasios sin aparatos.

Y mucho de todo esto sucede porque nos hemos abandonado a ese engañoso mar de la tranquilidad que nos otorga la tecnología..., ese salvavidas de última hora cuando ya no hay nada que salvar. Todo se graba en una lección..., desde la enseñanza hasta el ruido de los coches; todos los matices del presente quedan relegados al más que probable olvido al abandonarlos a su suerte en aquella maldita nube que todavía nadie sabe en qué lugar acabará rompiendo en tormenta.

Recuerdo que antes no. Antes las falsetas tenían nombres -la de Periquín, la complicá, la inventá, la del tremolé en la sexta- para no olvidarlas en el trasiego de los días; nombres que se escribían a mano sobre el papel colorista de las cuerdas Savarez o en el reverso de las baratas Gato Negro para hacerlas de corrido..., a modo de abecedario musical en el cuarto de baño de casa. A fuerza de repetir se sabía. A fuerza de taconear, de tocar, de escuchar...

Actualmente creemos que somos más sabios por el hecho de poseer el cacharro que secuestra la imagen y el sonido, la música o la coreografía, sin darnos cuenta de que el arte y el saber se alimentan, únicamente, del propio deseo y respeto que tengamos a dicho conocimiento..., jamás de nuestro amor propio que seamos capaces de construirnos en torno a nuestro castillo levantado, a toda prisa, en el aire.

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