No creo en ningún dios, pero sí en algunas personas que creen y representan el valor de la fraternidad y del amor que nuestra tradición judeo-cristiana ha referenciado en Jesucristo. Hace unos días conocí a una de esas personas, que nada tiene que ver con la iglesia del temor a Dios y la púrpura, y que solo milita en la opción de amar al prójimo como a tí mismo. En ella sí creo. Se llama Lucía Caram, una dominica que proclama que “el culto vacío no sirve para nada y solo se está bien con Dios cuando se opta por la justicia”. Que rechaza la doble moral de quienes dedican rotondas a la Virgen y al fundador del Opus con una mano, y firman despidos arbitrarios de trabajadores con la otra.

No se puede estar “con dios y con el diablo”, dice, y entonces recuerda a los “expulsados del templo por Jesucristo”, indignado por tanto chiringuito de cambistas y mercaderes. Sor Lucia es de una coherencia que apabulla, que estremece… La sencillez de su pensamiento es proporcional a la vehemencia con el que lo defiende. No deja cabo suelto en su discurso, que teje con una sonrisa transparente y agitando unas manos curtidas en el fango de la miseria y del hambre: esa consecuencia terrible del liberalismo económico que ella condena y combate cuando critica “el endeudamiento grosero, la salvajada de las descalificaciones urbanísticas y los sueldos de altos directivos con tarjetas opacas y otras prácticas de obscena corrupción…”

Oírla hace dudar de si es una monja la que habla, la que se refiere a la indignación ciudadana como herramienta activa para cambiar la sociedad, la que dice que esta realidad solo la podemos transformar “creando redes, vínculos, comunidades (…) aprendiendo a conjugar el verbo compartir con la palabra justicia, y justicia social, justicia para todos”. Sor Lucía vino a Jerez para hablar de “responsabilidad social y ciudadana frente a la crisis”, y se dio de bruces con una ciudad que languidece bajo la mirada cínica y el desprecio de un gobierno insensible, que practica el golpe de pecho mientras que sus acciones van dejando un reguero de sufrimiento inútil e injusto. Una representante de ese gobierno desentonaba en el acto junto a nuestra monja amiga, sin ser consciente de que esta vez no se trataba de compartir foco con alguien de hábito y crucifijo neutrales, que aplaude las gracias municipales guardando un silencio cómplice.

Esta vez se trataba de una militante contra la injusticia, cuyo hábito es el mono de trabajo con el que cada día se viste para agitar las conciencias, para apelar a la unidad que nos lleve al cambio, para decirnos que “ejerzamos de ciudadanos hasta las últimas consecuencias”. Sor Lucía se fue de Jerez apurada por el rechazo del auditorio a esa autoridad municipal que la cumplimentaba, a quien le gritaron “¡Que te vayas, que no hemos venido a oírte a ti…!” Pero sobre todo se fue comprendiendo la causa de la indignación: “entiendo vuestra situación, porque estamos en sintonía en muchas cosas“. Entonces pidió tranquilidad a los indignados y bajó del estrado para consolar el llanto de compañeros rotos de dolor y de rabia despedidos de sus puestos de trabajo. Los mismos compañeros que un día se acercaron hasta el Palacio del señor Obispo de Jerez para demandarle solidaridad y a los que solo se les ofreció caridad. Lucía Caram no pronunció ni una vez esa palabra durante su intervención. Ni mencionó a la Virgen ni a los santos. Habló de “rebelión pacífica, pero contundente, indignada comprometida”.

Habló de paz desde la justicia social y sentenció que para “pasar de una época de cambios a un cambio de época es imprescindible que toda la sociedad reaccione”. El deje cadencioso y dulce de Sor Lucía Caram delata que es argentina, como el Papa Francisco, lo que añade un plus (genético) a su facilidad para comunicar y construir argumentos inapelables que, en algunos casos, articula dejando entrever su afición al fútbol. “Esta hora es apasionante: tenemos la oportunidad de jugar de titulares en el cambio, de participar activamente”. Lo dijo ante cientos de personas emocionadas, de quienes se despidió prometiendo que se llevaba “a Jerez y los trabajadores del ayuntamiento en el corazón”. Desde hace dos mil años la religión ha sido utilizada como instrumento de poder para controlar al “rebaño” con un relato basado en el temor a Dios, cuyos “designios” han justificado la existencia de ricos y pobres y por ello, de abusos e injusticias. Esa no es la iglesia de Sor Lucia Caram, ni de Vicente Ferrer ni de Pedro Casaldáliga, ni la de otros muchos que, por encima de todo, han hecho de su vida un acto permanente de rebeldía y de lucha contra la injusticia. En esa gente sí vale la pena creer, en la que defiende la capacidad activa de las personas para cambiar las cosas. Lo dijo Sor Lucia en Jerez: “El ave canta aunque la rama cruja, porque conoce la fuerza de sus alas”.

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