La ciudad, confinada. FOTO: ESTEBAN PÉREZ ABIÓN
La ciudad, confinada. FOTO: ESTEBAN PÉREZ ABIÓN

Esta noche he tenido un sueño donde tú también aparecías. Era un mundo como el nuestro, pero la cuarentena duró solo los primeros 15 días del estado de alarma. El problema nunca fue a más. La gente era responsable y se quedó en su casa, nuestra sanidad era lo suficientemente fuerte como para aguantar el tirón y no hubo apenas muertos. Habíamos sobrestimado el virus. Toda aquella gente que decía que se exageraba, que mientras la gripe común mataba a 6500 personas solo en España el coronavirus solo había matado a 2000 en todo el mundo, tenía razón.

Por todo aquello, Pedro Sánchez compareció felizmente diciendo que el domingo sería el último día de estado de alarma y confinamiento, quedando anuladas todas las restricciones el lunes a las 0:00. Ya te puedes imaginar el revuelo desde la ventana. No hizo falta esperar al aplauso de las ocho, hubo dos horas de fiesta en los balcones. Pude ver algún cubata en mano de más de un vecino que se propuso ir calentando motores.

Con los saltos en el tiempo típicos de un sueño, llegó la gran noche. Ya puedes figurarte lo nervioso que estaba. Aparte, en todo este tiempo solo había salido a respirar aire fresco tres veces. La vez que tuve que ir a hacer la compra a Mercadona, que ya te la conté; y las dos veces que me tocó bajar la basura. La última de ellas me quedé embobado viendo las hojas verdes recién brotadas de los árboles en primavera. Nunca una calle tan fea me pareció tan bonita.

No podía aguantar más, así que salí de mi casa a las 23:40 para poder estar en la puerta de tu casa justo a las 12. Llevaba una camisa azul. Era algo fina y sabía que iba a pasar frio, pero quería llevar algo que fuera claro. Debajo del brazo lo que ya te puedes imaginar. La botella de cava que compré para este momento. El sueño era hasta realista, era exactamente la misma. Espumoso seco con etiqueta dorada. Ya no había patrullas en la calle, así que llegué a tu casa sin el menor de los problemas justo en punto.

No me hizo falta llamar al telefonillo. Bajaste al portal vestida de blanco. Nunca te había visto ese vestido antes. Yo no dije nada. Solo sonreí y alcé los brazos todavía botella en mano en señal de victoria. Al pasar la puerta tú me abrazaste y yo bajé mis brazos envolviéndote. No sonaba ningún clásico de los 50, pero como si lo hiciera. En tu calle, un vecino lanzó todos los fuegos artificiales que le sobraron de año nuevo, que no eran pocos.

Sin decir nada empecé a descorchar la botella. El tapón salió disparado al cielo, y cuando cayó lo hizo sobre el capó de un coche. Entonces fue cuando empezamos a reír y salimos corriendo. Entre tragos de cava caminábamos rumbo al centro hablando del fin de todo esto. Criticábamos a todas esas parejas con la perra suerte de vivir tan cerca como para saltarse el confinamiento sin llamar la atención de la policía, y que encima se dedicaban a grabarse historias de Instagram juntos. Si vas a infringir, por lo menos no lo grabes, que entre otras cosas denota falta de solidaridad. Gritaste a los cuatro vientos: “¡Jodeos, vosotros no tenéis reencuentro!”.

El lunes no iba a haber clases todavía, podíamos permitirnos quemar la noche. De haberlas habido dudo que hubiéramos ido. Llegamos al centro. Tenía ya la camisa ampliamente manchada de cava. Nos daba igual quien estuviera allí y con quién nos encontráramos, por una noche cualquier otra persona era prescindible, molestaba, sobraba. ¿Qué habría abierto? La verdad es que nos daba igual. Como si acabáramos debajo de un árbol. O en una de sus ramas. ¿Qué más da? Soñar es gratis.

Han pasado solo la mitad de los días, pero puedes estar tranquila. No voy a abrir esa botella hasta que no haya ni un centímetro entre nosotros. Nunca tres kilómetros me habían parecido tanto. Está mal dicho que no pueda vivir sin ti, pero lo que es seguro es que la vida es muchísimo más triste y aburrida. Para ti y para todos los que sufren distancias ridículas igual que nosotros, nunca caminarás sola. Te quiero.

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