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Y todo porque uno de esos brujos de pueblo y de pan duro se lo contó a mi madre una de esas antiguas tardes de tormenta y velas de parafina: tus hijos -no teníamos por entonces más de un año- no podrán andar.

Eran palabras de esparto y ceniza, lanzadas al vacío y desde el vacío, que querían generar ese miedo que sólo los pobres y humildes padecen..., el miedo a que un único y desafortunado golpe de mala suerte pueda entorpecer lo que parece el principio de una vida..., simplemente una sencilla existencia donde basta que lo posible pueda ser alcanzado algún día a base de estudio y sopas de pan.

Estas palabras cayeron en casa como un jarro de agua fría..., y nunca mejor dicho ya que obligó a mi padre durante todo el otoño del setenta y nueve a llevarnos cada fin de semana a la playa para darnos unos baños junto a unas pociones mágicas que habían tenido que comprar, a precio de milagro, al pájaro de mal agüero.

Llegó el invierno y aún no habíamos comenzado a dar un paso; se acabaron los tristes aceites y nadie sabía de los pasos del brujo pero sí de sus sucios trucos..., hasta que un día de marzo, en la azotea de mi tía Rafaela en el que descansa cada tarde el cielo, comenzamos a correr como aquellos locos que no saben del dolor ni de los necios.

Está claro que nadie sabe de nadie..., sólo sabemos de nosotros mismos pero impedidos por el miedo al fracaso y el qué dirán nos negamos, una y otra vez, a ver las señales que nos da la vida y a apreciar la verdad en esos momentos de intuición que, como dicen muchos, es resultado de nuestras valiosas enseñanzas; sabidurías que, lamentablemente, hemos ido silenciando con leyes, religiones y estúpidas frases hechas y todo porque es más fácil repetir lo que dice un libro que encontrar por uno mismo las diferentes respuestas.

Recuerdo una mañana en el aeropuerto suizo de Basilea cuando se me acercó una mujer y me soltó al oído: “¿Ese amigo tuyo es famoso?”. Se refería a Antonio Malena, el cantaor jerezano, que actuaba con nosotros en aquella gira suiza. Me limité a decirle que sí..., que ya desde pequeño podía decirse que era reconocido en el mundo del flamenco... “Lo sabía”, me respondió alegre.

Curioso le pregunté el porqué me había dicho algo así..., y entregada al misterio me rebeló, con aquella voz de las brujas que no se saben si son buenas o malas hasta el final del cuento, que lo había leído en el lunar que tenía mi compañero sobre una de sus mejillas.

No..., no podía ser que nuestra vida estuviera en los lunares..., tal vez la muerte pero no la vida. Así que ya dentro del avión me acerqué al cantaor y le conté lo que me había ocurrido. Cuando terminé de hablar, ceremoniosamente, se llevó el dedo índice a la mejilla y con un delicado gesto borró el lunar azul metálico que tenía pintado..., luego rompió a reír como yo hice aquella mañana primaveral del ochenta sobre la azotea de mi tía Rafaela en la que, cansado de arrastrarme, decidí creer en mí.

 

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