El tenedor de lapislázuli

"Pienso en mi madre y en las mujeres de su generación, enfrentadas a una vida complicada en el medio rural. Sin tiempo para jugar, sin colegio, disfrazando la homosexualidad"

María del Carmen Álvarez Marín

Maestra y escritora.

La familia de Mari Carmen.
La familia de Mari Carmen.

Hoy es una mañana como tantas otras de verano que me levanto temprano, tomo un café para que me desabroche la pereza y me despoje del sombrero que me impide pensar con claridad. Mientras coloco la cubertería —aún caliente— del lavavajillas, se adhiere a mis dedos uno de los tenedores de lapislázuli que aún resisten el paso de los años. Un torrente de detalles comienza a deshilarse, un algodón infinito teje una imagen tras otra en el techo de mi cocina, yo continúo poniendo cada cosa en su lugar de forma automática, no cometo ni un error porque van en el mismo lugar desde siempre.

Mi cocina sigue un orden estricto como la maquinaria de un avión, cada pieza encaja únicamente en su lugar si se cambia se vuelve inestable. Me gusta la mañana, los niños no se han levantado aún y el silencio de la casa me permite pensar, organizar el día entre sorbo y sorbo del café intenso y humeante con cascadas de espuma blanca.

Pienso en mi madre y en tantas mujeres de su generación que tuvieron que enfrentarse a una vida complicada en el medio rural, sin tiempo para jugar, sin asistir al colegio, trabajando desde niñas, durmiendo sobre farfollas y tergal, un vestido para diario y otro para festivos, evitando quedarse a solas con un chico, teniendo ojo al elegir pareja, disfrazando la homosexualidad. Ella no es consciente de tantas cosas maravillosas que han venido después y que sus hijas podemos disfrutar. En nuestras conversaciones siempre menciona que la vida de su época era mucho mejor que la de ahora. No estoy de acuerdo en absoluto, no entiendo que me pueda decir eso y me esfuerzo en vano por explicarle las comodidades que podemos saborear, pero ella niega con la cabeza con toda la energía de la que es capaz a sus 85 años.

Los años han hecho que ella idealice un pasado de estrecheces, pero también es posible que yo no sea capaz de entender que para ser feliz solo se necesite la vitalidad de la juventud, el prisma de la ilusión y euforia que cubre la realidad con una pátina de azul celeste y rosa fucsia. No es la primera vez que tenemos este debate, pero sé que a ella le gusta recordarlo una y otra vez, es probable que intente regar en nuestro cerebro el recuerdo de un tiempo en el que se disfrutaba intensamente de las cosas más sencillas que podáis imaginar.

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“Ahora no sabéis lo que es pasarlo bien”, asegura. “Ya no se ven a los muchachos y a las muchachas pasear por la calle, pasan todos en coche. No sé qué diversión le encuentran a eso”. Yo le explico, sin éxito, que el tiempo es oro y ella me interrumpe furiosa, levantando considerablemente el tono de voz: “¿Tanto tenéis que hacer? ¡Leche! Pero si con tantos cacharros y máquinas en la casa no trabajáis nada". ¡Qué cabezota es! Siempre lo ha sido. No hay manera de hacerla cambiar de opinión, mira el mundo desde la sencillez de una mujer que se ha criado sin padre en un mundo inventado por y para el sexo de Adán. Que ha visto cómo los hogares en los que había un hombre prosperaban y el suyo -una casa destartalada con agujeros en la techumbre- se quedaba olvidada sobre un montículo del que apenas queda el recuerdo.

¿Qué hay de Eva? ¿Cuántas Evas se han roto los huesos de un crujido verde, marrón grisáceo y ocre vibrante? ¿A cuántas Evas se le borraron las huellas dactilares entre el jabón de sosa caustica y la losa de piedra? ¿Cuántas se abrieron en canal al amparo del candil para traer al mundo unos hijos que no esperaban? Muchas mujeres sin nombre, ignoradas por la sociedad, no han recibido el reconocimiento que se merecen por su esfuerzo, valentía y generosidad. Ellas han donado desde la piel a la médula pasando por sus vísceras a sus hijos e hijas, todo cuanto poseían lo han dedicado al desarrollo y bienestar de esta generación nuestra tan desagradecida. Desmemoriada. Han construido el paisaje andaluz de norte a sur, de este a oeste; esta tierra nuestra castigada en extremo durante la Guerra Civil y la Posguerra.

Unos y otros se repartían a sus maridos, padres e hijos a su antojo y los obligaron a luchar en una contienda que no les pertenecía —eran sencillos hombres de campo— solo querían trabajar sus tierras y dar de comer a su familia. Muchos jamás regresaron a su hogar, dejando tras de sí un reguero de miseria al que las mujeres tuvieron que hacer frente. Se tragaron el miedo, las lágrimas y el orgullo para seguir viviendo, pero la dignidad la mantuvieron intacta hasta el final de sus días. Jamás escuché una sola queja en casa, ni de las vecinas del cortijo, ni de las mujeres que conocí más tarde en el pueblo. Sí me consta que funcionaban como una gran familia, ayudándose en los trabajos más duros, en los momentos de mayor aflicción la angustia se extendía por el vecindario y cortijos aledaños como una niebla opresiva.

Por el contrario, el entusiasmo que traían las festividades, sobre todo al estirarse los días, propagaba un haz de luz azafrán que se colaba por puertas y ventanas abiertas de par en par. Se enfundaban la ropa de fiesta y, como una gran familia, cantaban y bailaban al ritmo de un laúd, una bandurria, una guitarra, rasgadas por unos dedos gruesos de campesino inexperto.

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¿Dónde han ido a parar esos valores de generosidad y esfuerzo, esa manera de vivir sencilla, ese “arrimar el hombro”? ¿Es posible que hayan educado a una generación tan ciega y fría como la nuestra? Yo me confieso ciega por no haber sabido reconocer la sabiduría, el coraje, la bondad, la empatía y la generosidad en mi propia madre; en cambio sí las reconocí en personajes ajenos, aprendidos de libros de historia y literatura repletos de masculinidad. Solo algunas mujeres para tapar bocas de grupos feministas y contentar el ego progresista del autor. Me confieso fría por no haber valorado lo que ella representa durante demasiado tiempo, por haber creído que mi vida era mejor cuanto más se alejaba de la suya.  El tiempo me ha quitado la razón y se la ha dado a ella. A ellas, las Evas que han levantado Andalucía en silencio. Desde el anonimato.

No se me ocurre mejor manera de dar las gracias a mi madre por aferrarse a la tierra donde nació, yo soy quien soy y escribo de este modo porque nací en un cortijo destartalado, fui a la aceituna en una cuna de esparto, me caí mil veces saltando un muro de piedra, me dejé las huellas dactilares entre el jabón y la losa. Pero también reí a carcajadas mientras me bañaba como una pequeña carpa en el río las tórridas tardes de verano., Aprendí a mirar a cámara lenta porque así es como pasan los días en la Sierra de Segura, con una lentitud que asusta. A veces incluso mi pupila hace una resonancia de todo cuanto se cruza en mi camino y noto esa pesadez, esa espesura del aire que oprime mi cuerpo como si me sumergiese bajo las profundidades del océano Pacífico.

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