Una persona en una roca

Medio saco de harina, una garrafa de aceite, arroz, sal, azúcar, algunas patatas, dos o tres panes, una ristra de ajos y otra de pimientos secos, un buen lienzo de tocino salado y algunas tripas de embutidos, cubrirán sus necesidades más básicas durante la temporada

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César Punzano García y Andrés Iruela Sánchez

La cueva de la Encantá.
La cueva de la Encantá.

La foto de una sartén colgada a la entrada de la cueva de la Encantá, un antiguo refugio de pastores en la Sierra de la Cabrilla (Castril y Cazorla), le sugiere a mi amigo César lo siguiente:

“Clarean las primeras luces del alba de un día del mes de mayo cuando resuenan los cascos de la acémila por el raso de las Margaritas,  acompasado con el tintineo de las cencerrillas de las algo más de trescientas ovejas segureñas  y cabras serranas de pelo blanco y cuernos retorcidos siguiendo los pasos del pastor. Lentamente pero con paso firme y mirada aguileña, éste asciende por las intrincadas veredas a lo largo del barranco de Túnez, las que le llevarán hasta el covacho donde pasará los próximos meses estivales.

Sobre el lomo de la mula se balancea el valioso hato. Medio saco de harina, una garrafa de aceite, arroz, sal, azúcar, algunas patatas, dos o tres panes, una ristra de ajos y otra de pimientos secos, un buen lienzo de tocino salado y algunas tripas de embutidos, cubrirán sus necesidades más básicas durante la temporada.

Una jornada de marcha le lleva la aproximación a la cueva de la Malena, La Encantá, La Majá de los Carneros, La Cabrilla... Cualquiera de ellas espera paciente la llegada de sus moradores. En un rincón el camastro, hecho con cuatro palos, una malla tejida con pitas sobre la que descansa un colchón de espuma y un par de mantas, todo protegido por un plástico desde el año anterior. Varios palos cruzados entre las paredes harán las veces de despensa donde se colgará el hato a salvo de los roedores. En uno de ellos, colgada en un lugar privilegiado a salvo de la humedad, espera paciente, vigilante, como si de un guardián se tratara y tuviera vida propia, requemada de años sobre la lumbre, “la sartén”. Si la sartén hablara...

Si la sartén hablara, nos daría detalles sobre los largos días de soledad en esa estepa que es La Cabrilla, o en las empinadas laderas de los barrancos que dan hacia Castril. Contaría cómo los días se repiten, monótonos, despertando con la espalda dolorida debajo de ese jergón roío, una manotada de agua en la cara y a meterle yesca a unos palos de tea para preparar una buena sartená de sopas con leche de cabra, la que tiene ordeñar antes de echarse a andar por los implacables lapiaces, los que destrozan sus esparteñas detrás del ganado.


Un cielo azul, inmenso, la seca brisa del poniente y un sol abrasador cuartean la piel del pastor que, día tras día, repite sus quehaceres ganaderos con su perro “Moro” como único compañero, controlando el ganado para que no se pase del límite de Castril con La Cabrilla o se junte con las de los otros pastores. Echarles sal, curar las que tienen alguna herida, vigilar las preñadas para recoger el borrego cuando nazca y que no se lo coman los zorros o las águilas en sus primeros días de vida, cuando únicamente son vulnerables, asegurarse de que beben agua todos los días, es lo que lo mantiene activo las horas de menos calor. En las horas de sesteo hay que protegerse del sol en el covacho, donde el tiempo se detiene y el mundo casi deja de girar. Cada día “La Sartén” cobra vida de nuevo y de ella salen las mejores migas que jamás se hayan probado, con sus pimientos secos y sus tajadas de tocino frito como único acompañamiento, alternadas con unos maimones o un buen arroz caldoso si con la vieja escopeta se ha conseguido abatir alguna perdiz o liebre.

Así transcurre el verano, alternando bajadas al pueblo cada diez o doce días para dar una vuelta la familia y reponer el hato, hasta que llega octubre y con los primeros fríos el enjuto pastor, con la ayuda de su “Moro”, junta el ganado esturreado por los rincones del barranco, recoge lo poco que le quede en el covacho que le ha protegido de las inclemencias durante cinco o seis meses y deshace el camino hecho en el mes de mayo. Atrás queda lo que para cualquiera que no haya vivido eso puede parecer una eternidad y un calvario, pero a ese pastor es la congoja lo que le inunda cuando echa la vista atrás y ve lo que ha sido su hogar durante la temporada estival, sintiéndose casi como un traidor al abandonar su camastro y “su Sartén”, que le esperará paciente hasta el año próximo.

A César la sartén le habla y a mí me pregunta:

¿Cómo es que un utensilio utilizado para alimentar los cuerpos alimenta ahora el espíritu?
¿Por qué hablar con los que la utilizaron, con sus errores gramaticales, produce en los que nos hemos formado académicamente fulgurantes destellos de sabiduría que no encontramos en los libros?
¿Qué falta en nuestra comodidad para que añoremos sus vidas sufridas de esfuerzo?
¿Qué aire hemos dejado de respirar, de qué fuentes hemos dejado de beber, qué tierra de pisar?
¿Qué conexión hemos perdido que ya no podemos vivirla sino desde la distancia del pensamiento?
¿A qué misterio hemos dejado de asomarnos por no dormir al raso?
¿Qué silencio hemos roto que ya no podemos escuchar la verdad de los latidos del corazón?

César Punzano García es policía local y Andrés Iruela Sánchez, profesor de Filosofía en Secundaria.

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