Matanza del cerdo en una imagen de archivo.
Matanza del cerdo en una imagen de archivo.

Mi madre y mi padre eran de pueblo. Mi madre de un pueblo de Madrid cercano a El Escorial, que ha adquirido notoriedad estos años por el acoso a uno de sus moradores, el dirigente de Unidas Podemos Pablo Iglesias, que fue Vicepresidente del Gobierno de España. El acoso al que fue sometido Iglesias y su familia es vergonzoso, y creo que delictivo, porque los salvajes sin escrúpulos que lo hicieron durante días, semanas y meses, lo hicieron con saña y sin tener en cuenta el más mínimo respeto por los Derechos humanos, pero esa es otra historia. El pueblo donde nació mi madre es Galapagar.

Mi padre llegó a la capital de España desde un pequeño pueblo de Zamora, San Esteban del Moral, cerca de Benavente. El abuelo del que mi padre y yo heredamos el nombre de Ezequiel, tenía tierras de labor, que dedicaba a los cereales, y tres pares de mulas para labrar la tierra que en los inicios del siglo XX era mucho tener. Fue Alcalde de aquel pequeño lugar en tierras de pan llevar. Los abuelos maternos trabajaban en una finca para un señorito en el término de Galapagar. Vida sencilla y pocos recursos.

De mi madre aprendí lo que significa la honradez, la honestidad, el espíritu de sacrificio y la entrega por los hijos. Mi padre fue un hombre sencillo que sobrevivió a la Guerra Civil, le tocó en el bando de la República, y fue guardia de asalto. Combatió en el frente de la sierra y creo que supo nadar y guardar la ropa. Tras la guerra, mi padre se buscaba las habichuelas con diferentes trabajos, hasta que entró como funcionario de parques y jardines en el Ayuntamiento de Madrid. Mi madre tuvo que trabajar algunos años como asistenta en algunas casas, para ayudar a la escasa economía familiar.

A mis padres les debemos la vida y gratitud eterna por sus fátigas y desvelos para sacarnos adelante a los tres hijos, en los tiempos de la posguerra, que fueron tiempos durísimos para sobrevivir y en los que no podías pensar en voz alta, pues las libertades se hallaban en un arcón de la reciente historia de España, cerrado con siete llaves y candados por el dictador Franco, los falangistas, la secreta, y la maledicencia de algunos vecinos.

John Berger narra muy bien en Puerca tierra, la matanza de un cerdo: “Teníamos que levantar el cerdo hasta la narria y tumbarlo sobre el costado derecho... Cuando sintió que lo estábamos volcando, empezó a patalear buscando el suelo con una energía y una rapidez desesperadas, al tiempo que sus gañidos eran cada vez más fuertes... De repente, embistiendo y coceando, luchaba como un hombre; un hombre defendiéndose de unos bandidos... Durante los doce meses siguientes, daría cuerpo a nuestra sopa y sabor a nuestras patatas; rellenaría nuestras coles y nuestras salchichas. Sus jamones y su lomo, salados y secos, se colocarían en la rejilla colgada del techo”.

Debía tener yo 11 ó 12 años, cuando presencié en Galapagar, el ritual del sacrificio de un cerdo en el patio de la casa de mi tía Carmen. En estos rituales camperos, siempre hay una persona que se encarga de hacer de matarife y siempre es un hombre. Las mujeres, como mi abuela Francisca, se encargaban de piezas menores como el conejo, o las gallinas.

Mi abuelo Jenaro fue quien cuchillo grande en mano esperaba que el resto de los hombres cuatro o cinco, entre ellos mis tíos, voltearán al animal del que tiraban con dos sogas, una anudada a una pata trasera y la otra a una delantera. Y creo que luego se le anudaba una al cuello. Aquella mañana bien temprano se habían iniciado los preparativos. Los hombres habían tomado café y una copa de aguardiente. El cochino en el suelo forcejeaba con las patas y emitía unos gruñidos o chillidos agudos que te llegaban al corazón, pues los testigos como yo, veíamos que aquello no iba a acabar bien para el cerdo. ¡Ahora!, dijeron los hombres con el animal bien sujeto, y mi abuelo Jenaro sujetándole la cabeza introdujo el afilado cuchillo en la garganta del animal.

Lo que no podíamos sospechar es que el cerdo diera unas tremendas patadas y consiguiera salir corriendo por el patio arrastrando una soga, con el cuchillo clavado en la garganta y chillando herido de muerte. Los hombres volvieron a coger las sogas y lo voltearon de nuevo. Yo abría y cerraba los ojos viendo aquel espectáculo tan desagradable para un niño, Los hombres colocaron al cerdo todavía vivo sobre un banco de madera o artesa. El cerdo se desangraba. Mi abuela puso una palangana debajo del cuello y la sangre escapaba del cuerpo del animal mortalmente herido. Las manos y muñecas de mi abuela se tiñeron de rojo mientras revolvía y agitaba la sangre para que no se cuajara.

Luego se procedió a quemar el vello y la piel del cerdo, con ramaje seco: aulaga, aliaga o albolaga, piornos, escobas, paja. Con cuchillos y cepillos mojados en agua se rascaba la piel. Luego se izó al cerdo con una polea y una soga que se pasó por una ancha rama de una encina y tras pesarlo con una romana (pesó unas 12 arrobas, unos 140 kgs) se procedió a abrirlo en canal, sacar las vísceras y descuartizarlo. En mi etapa al frente de “Tierra y Mar” en los años 90, grabamos varias matanzas en diferentes pueblos de Andalucía.

Ante las quejas de algunos televidentes, dejamos de ofrecer el momento del sacrificio, para centrarnos en las tareas posteriores de frituras, y elaboración de morcillas, chorizos, morcones, y secado de jamones, que acompañan a esta fiesta tradicional que ha servido para procurar sustento a miles de familias de los pueblos andaluces.
La matanza del cerdo, como tantas otras tradiciones se han ido dejando por las exigencias de las normas sanitarias y de bienestar animal que corresponden a una sociedad moderna.

Con este texto he querido que pensemos en unas formas de vida, en unas costumbres que van desapareciendo y con ellas una forma de hablar, un vocabulario, una cultura oral y rural que igualmente se olvida. Seguro, que tú lectora o lector, has rememorado alguna matanza en la que participaste de cerca o de lejos. Fijaros en algunas de las palabras que he usado: narria, gañidos, matarife, artesa, albolaga, piornos, polea, romana, arroba, y otras que van desapareciendo de nuestro acerbo cultural rural, reduciendo nuestro saber y olvidando palabras y forma de expresión que forman o formaban parte de nuestro patrimonio lingüistico y de nuestra oralidad rural. Los pueblos del interior de nuestra Andalucía, y de nuestra España, no solo corren el peligro de despoblarse de gente, sino de una cultura ancestral que va siendo sustituida por las fruslerías de los Whatsapp, Facebook, Twitter, Instagram, Tik tok, y otras modernidades movilmaníacas, con las que nos tienen comido el seso. He dicho.

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