Una historia de buenos maestros (I)

En el medio rural, en los campos y montañas alejados de las ciudades, la escuela era algo desconocido para los cientos de niños y niñas que vivían de las labores en la agricultura y el pastoreo

Escuela de Barrida.
20 de septiembre de 2025 a las 08:02h

En la entrada del Ayuntamiento de Grazalema (Cádiz), hay una placa en reconocimiento a la labor docente de los maestros rurales que con su trabajo pedagógico durante los siglos XIX y XX, por los campos y boyares de este municipio, contribuyeron a que muchas personas tuvieran acceso a la educación. Blas Gutiérrez Benítez. “Blas el Maestro”, fue uno de ellos.

La evocación de estos hechos viene de otros muchos que pasan con un cariz especial por la Segunda República. Sus maestros, y los de los años posteriores en la posguerra forman parte de una historia que comienza y se produce en la sierra de Cádiz. El protagonista fue aquel niño que soñó con un maestro y una escuela y aquel joven que soñó que en algún lugar existía una escuela donde ser maestro porque había niños sin escuelas.

Contamos su historia transcribiendo fragmentos de una entrevista que le hicimos poco antes de su fallecimiento.

“Cuando yo estaba en aquellas sierras de mi infancia por los lajares de Patagalana y era un muchacho de 16 o 17 años me subía hasta lo más alto de la montaña desde donde se veía mucho territorio. Y me decía, ¡si pudiera sería capaz de coger andando y llegar allí porque aquellas gentes tienen que ser diferentes a las que yo trato aquí! Aquí además no había casi nadie con quien comunicarse. Solo estaba con mi ganado y mis hermanos. Yo siempre tuve mucha vocación por saber. Y así decidí emular a mis maestros, don Juan y don José, y buscar por mi cuenta a los niños de otros campos y sin escuelas”.

A finales de la década de los años 20 del siglo XX, en el medio rural, en los campos y montañas alejados de las ciudades, la escuela era algo desconocido para los cientos de niños y niñas que vivían de las labores en la agricultura y el pastoreo. La tasa de analfabetismo en Andalucía en 1920 era del 66% y en 1930 del 53%. Y la de escolarización en 1930 en la provincia de Cádiz era del 31%.

Un grupo de alumnos.

Desde mucho tiempo atrás en la historia, aquellos tipos de niños del medio rural carecieron de infancia, ya que lo común era que desde muy pronto empezaran a ayudar a sus padres en sus trabajos. Blas recuerda que muchos niños y niñas de los campos desde la edad de ocho años ya andaban por los campos y riscos detrás de los rebaños: para ellos, lo más parecido a una escuela eran los momentos de reunión familiar al final de la jornada. 

 “Al anochecer de los fríos inviernos, junto al fuego del rancho donde se hacía la comida y nos calentábamos, oíamos las historias antiguas que nuestros padres y sobre todo nuestros abuelos nos contaban y otras veces leíamos de un solitario libro que conocíamos casi de memoria. Por las noches, casi a oscuras, entre sombras, con el resplandor del fuego moviéndose y reflejándose en las grietas de las paredes del rancho, en mi imaginación soñaba que aparecían personajes de cuentos que hacían viajes fantásticos por mapas de países lejanos como los que había en aquel libro. De ellos, el que más miraba era el de España”

“Un día de octubre de 1931 llegó la noticia de que en aquel valle donde habitábamos unas cuarenta familias iban a poner una escuela. Meses después, desde marzo o abril de 1932 hasta 1934, aquel sueño se hizo realidad. Estaba instalada en una antigua zahúrda de ganado, junto a una vivienda del guarda, que se adaptó a escuela. Tenía unos 40 metros de largo. Vinieron unos inspectores del ayuntamiento de Villaluenga y expertos para hacer una escuela. Había 40 y tantos vecinos citados por el ayuntamiento para que llevaran a sus hijos. La República se había tomado mucho interés y estaba poniendo escuelas en otros lugares que nuestros padres conocían. La nuestra era una escuela unitaria, mixta que, hasta entonces, no estaba al alcance de todos: el pueblo más humilde y pobre. Sobre todo aquel que vivía en los campos, que vivía en la incultura y la ignorancia”.

Con aquel milagro llegó para Blas su primer maestro, don Juan, un joven de Cádiz que “apenas tenía 20 años” y que, “en su fase de interinidad, recién salido de la Escuela Normal, cada día salía a eso de las 6 de la madrugada del pueblo para llegar al valle a la hora de comienzo de las clases. Cuando el maestro montado en su borriquita aparecía por el horizonte, quien vivía más cerca de la escuela, izaba la bandera que había en un mástil en su puerta y aquellos niños corrían felices a esperar su llegada.

Era muy dado a explicar. En la semana un día lo dedicábamos a salir al campo y casi toda la mañana estábamos de paseo. En él nos explicaba botánica, las partes de la flor, cómo se forma la corola, qué es el estambre o el pistilo y cómo se reproducían las plantas. Hablábamos de los insectos, de todos los animales y, viendo el paisaje, estudiábamos la geografía o leyes de física. Yo era el primero de la clase. Leía muy bien. En clase de lectura, era el que comenzaba aquellas lecturas. El maestro decía, ¡que pase el primero! y yo leía en el libro del maestro […] Hacíamos de todo, también trabalenguas, que aprendí completos la primera vez que lo leímos y lo decía sin fallar ni dudar siquiera! Yo cogía un libro y el maestro me decía, esto me lo tienes que explicar completo (¡de aquella plana!) ya fuese de gramática, geografía o lo que fuese y yo me ponía y se lo repetía completo”.

Aquel tesoro solo duraría algo más de dos cursos, ya que pronto las cosas cambiarían, aunque Blas tuvo suficiente tiempo para desear conocer todo lo que hubiese en los libros. Don Juan era laico y, después de la Guerra civil, no lo expulsaron como maestro, pero sí lo echaron a África, donde estuvo cuatro o cinco años. Cuando se fue tenía una niña con tres añitos y cuando vino ya tenía ocho o nueve años. Esto me lo contó él porque yo lo busqué muchos años, sesenta años después, para hablar de aquellos días y darle las gracias por todo lo que me dio en tan poco tiempo, ¡pero que fue tanto! Lo encontré en Cádiz ya muy mayor […] Aquello que recibí entonces me ha ayudado toda mi vida”.

Sigue en la segunda parte.