Un colegio, en el siglo pasado.
Un colegio, en el siglo pasado.

Se dice que un buen maestro es aquel que nos sigue enseñando cuando ya no está. Es lo bueno que nos deja en la memoria. No es imprescindible, lo imprescindible son las enseñanzas que heredamos. Y si, como dijimos en el artículo anterior, don Juan abrió a Blas la luz del conocimiento, como ahora veremos, don José le despertó la luz de la vocación por enseñar. 

“Yo tuve dos maestros. Primero el de la República y después otro que vino de la cárcel que había sido represaliado […] un maestro del campo que venía a nuestro rancho un día sí y otro no. El horario era cuando llegaba, siempre casi a la misma hora. Nos dedicaba el tiempo que no era por horas sino era por tareas. En cada casa estaba el que necesitaba cada niño. En mi casa éramos cuatro hermanos”.

En estos años en muchos lugares había dos clases de enseñantes, los oficiales y los llamados maestros del campo y particulares. Estos segundos eran personas con no demasiada formación enseñaban lectura, escritura, cálculo, caligrafía; “poniendo cuentas y planas y dando de leer”.  Duraban unos poquitos años, hasta que el niño ya leía, escribía y sabía de cuentas “las cuatro reglas”. 

“Después de la Guerra, al final del 39, viene por allí don José. Cuando la República se había asociado a aquellas ideas que hablaban de la mejora del pueblo a través de la educación. Durante la guerra estuvo en la zona roja. Al final lo prendieron y estuvo en la cárcel donde enfermó. Allí se encontró con gentes políticas, muchas personas preparadas, incluso catedráticos de universidad. Para pasar el tiempo hicieron como una academia y se daban clases. Don José me decía allí me aproveché mucho y aprendí historia, gramática, geología, astrología, … En geometría era donde don José estaba más puesto, sabía incluso rudimentos de trigonometría”. 

“De él copié su forma de ser, su forma de mirar su trabajo. Allí yo me enamoré de la vocación que presentaba enseñando a sus discípulos. Con él conseguí interesarme más. Se estaba los ratos hablando conmigo de forma coloquial y de ahí salían los temas. Y él que me llamaba de usted, me decía al final de aquellas clases: ¡esto profundice usted en esto para pasado mañana! Me pedía un esquema para que yo se lo explicara y se lo decía de memoria. Cuando terminaba me decía, ¡bueno pues ahora me vas a explicar qué has entendido! Y eso no lo hace cualquiera porque la gente estudia y estudia de memoria para salir del paso, por eso este maestro no era como cualquiera. El día que él no estaba, mientras trabajaba en el campo, arando o lo que fuera, iba preparando aquel esquema y cuando se lo explicaba me alentaba a saber aún más”. 

El tercer maestro es el mismo Blas, síntesis y reflejo de los extraordinarios maestros que tuvo. “Empecé a dar clase el 25 de marzo de 1944. Y lo hice porque fui a Arroyomolinos, una ribera de Zahara (Cádiz) densamente poblada, donde no había maestro. Yo tenía 20 años cumplidos y me presenté allí donde veo que había tantísima gente, tantísimo muchacho que me llamó la atención. Entonces pregunté al dueño de un molino, que años más tarde sería mi suegro. Me dijo; ¡hombre, véngase por aquí tengo nueve hijos, y varios en edad de aprender. En mi casa tiene albergue para dormir y la cena se la damos también! Y así fue como empecé.

“Tenía que someterme a las condiciones de los padres. Ellos me decían: mi hijo no está porque se tiene que ir temprano a la aceituna. Mi hijo no está porque por el día vamos a una finquita que está lejos, pero por la noche está aquí, Vd. tendría que venir por la noche…; Fue tanto el personal que se apuntó que tuve que poner dos zonas. Un día iba a una y otro a otra; desde los lunes a los sábados en unos años en los que andar de noche por esos montes era muy peligroso, y nunca se sabía lo que podía pasar. Así llegué a tener hasta 60 alumnos. Era levantarme antes de día y acudir a los que exigían estar con la luz del candil. 

Me pagaban de diferentes maneras. Porque donde había 3 o 4 muchachos siempre había alguno gratis. Si había alguna niña yo la incluía gratis. Empecé a cobrar 10 pesetas al mes por un trabajo de ir 14 o 15 veces al mes a la misma casa. La comida era otro problema. Muchas veces me pasaba las casas donde me iban a pagar con comer pero no había nadie porque no tenían en ese momento para darme. Cuando llegaba a otras casas, sería que se me notaría, ellos mismos me preguntaban y allí a lo mejor me ponían un huevo frito o un poquito de café; y así. En otra casa incluso me pagaron remendándome las botas. Entonces llovía mucho y nos poníamos calados hasta los huesos. Más adelante me compré un capote y me sentía el rey porque andaba más rápido bajo la lluvia y el temporal. Nunca me paraba. 

Por fin, conseguí reunir un grupo de 30 o 35 niños y un cobertizo junto a una venta que preparé para escuela. Era el año 54, diez años después de mi comienzo; y duró hasta el 56. Yo mismo me fabriqué la pizarra y pinté en la pared un mapa de España en recuerdo de niño cuando me leía mi abuelo. Daba algunas clases como don Juan el maestro de Barrida: salíamos al campo y explicaba muchas cosas de ciencias naturales, geografía o los fenómenos naturales. Aquello duró poco porque ya iba cumpliendo años y apenas ganaba y ya llevaba tiempo con novia. También se decía que el Ministerio iba a poner allí una escuela oficial con un maestro del Estado. Me fui porque quería reunir para casarme y no tenía casi nada. El 26 de agosto de 1956 fue el último día.  

Ya casado, y viviendo en Grazalema, con una tienda traspasada, preparé a muchos que entraron de Guardias Civiles o al ejército o de carteros o guardas forestales.

Recuerdo a los padres de tres hermanos que llegaron a entrar los tres en la Guardia Civil. Siempre que me veían se alegraban y me decían: si no hubiera sido por Vd., mis hijos no hubieran sido más que lo que eran allí, nada. Gracias a Vd. salieron para adelante”, […]” “Siento con orgullo todo esto”, nos dejó dicho don Blas, “porque haberlo vivido es de las experiencias más hermosas que la vida pueda regalarnos”. 

 

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