Un agricultor en Torrecera.
Un agricultor en Torrecera. MANU GARCÍA

Desde que comencé mis estudios hasta el día de hoy, el mundo rural ha sido objeto de análisis, diagnósticos y propuestas. Siempre estamos midiéndolo, planificándolo, intentando comprenderlo desde gráficas, mapas y teorías. Y aunque todo eso tiene su valor, hay algo que he aprendido con el tiempo y la experiencia: para entender el mundo rural, no basta con observarlo desde lejos, hay que acercarse… y saber escuchar.

Porque quienes habitan el medio rural —agricultores, ganaderas, pastores, artesanas— no solo viven allí: lo conocen, lo sienten, lo cuidan. Poseen un conocimiento que no se enseña en las aulas, un saber que ha pasado de generación en generación, que se construye con las manos, con la paciencia del tiempo y con el ritmo de las estaciones.
Ellos y ellas saben cuándo cambiar el rebaño, cuándo la tierra pide descanso o cuándo se avecina una tormenta sin mirar el parte meteorológico. Su saber, a menudo invisible, no suele aparecer en publicaciones científicas, pero es uno de los más valiosos que tenemos si queremos un futuro realmente sostenible.

El riesgo está en creer que desde un escritorio podemos diseñar soluciones sin haber pisado el barro. Muchas veces se crean políticas que no encajan con la realidad de quienes viven en el territorio. Y es entonces cuando la brecha entre lo que se planifica y lo que se necesita se hace insalvable.

Por eso, estudiar el mundo rural exige humildad. Exige dejar de hablar para escuchar, dejar de teorizar para observar con respeto. Significa sentarse en una cocina con olor a leña, compartir un rato al lado del tractor, preguntar antes de proponer.

Solo cuando combinamos el conocimiento técnico con la sabiduría del campo, podemos construir un futuro rural justo, vivo y resiliente. Escuchar no es un gesto simbólico: es el primer paso de cualquier transformación verdadera.

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