Cuando no quede nadie

Cuando Europa hable de crisis alimentaria, puede que alguien se dé cuenta de que esa "tontería" que tuvo de pequeña, no era tan tontería

02 de agosto de 2025 a las 08:58h
Una oveja en el campo.
Una oveja en el campo.

Estaba en una panadería.
De esas de siempre, con el horno al fondo, el mostrador lleno de deliciosos pasteles y las barras de pan en una repisa detrás del mostrador. Mientras la panadera me calentaba una porción de pizza, hablamos de todo un poco: el tiempo, el cole de los niños, la última noticia que habían sacado los periódicos digitales ese día... Hasta que, entre risas, me preguntó a qué me dedicaba.
Soy ganadera —le dije. Se quedó callada un segundo, como si no hubiera oído bien. Luego, con esa cortesía un poco forzada que a veces se pone para no decir lo que de verdad se piensa, murmuró que eso estaba muy bien, que seguro trabajaba muy feliz, rodeada de naturaleza.

 Y entonces lo soltó, con un suspiro de alivio que le salió del alma:
— Pues… Mi hija de pequeña quería ser ganadera también. Gracias a Dios se le pasó la tontería.

La tontería.
Ser ganadera.
Como si hubiera dicho que quiere ser domadora de tormentas o adiestradora de medusas. Como si el deseo de trabajar con animales, verlos nacer, cuidarlos y vivir en plena naturaleza fuera algo que una niña solo debería sentir durante su etapa de preescolar, para después olvidarlo, como un mal sueño.
Me limité a sonreír, le dije a esa buena mujer que seguramente su hija hubiera sido muy feliz siendo ganadera, y ella me dio la razón con un gesto condescendiente como el que se usa para responder a un loco simpático. Pagué la pizza y me fui. Pero llevo esa frase clavada desde entonces.

Porque me pregunto ¿qué imagen tiene la gente de lo que es el campo? ¿Qué piensan que somos? ¿Una especie de decorado rural para sus escapadas de fin de semana?
¿Con qué profesiones nos comparan para suspirar aliviados porque su hija decide estudiar otra cosa?

Quizá nos ven como personas que no aspiraron a más, como los que quisieron y no pudieron escapar de allí.
Cuando en realidad, cada vez más decidimos quedarnos.

Elegimos poner nuestro cuerpo, mente y alma al servicio de un oficio que no promete hacerte rico, pero sí te da un propósito.
Y en un mundo que te arrastra en piloto automático, encontrarle sentido a lo que haces es el verdadero privilegio.
Piensan que estamos locos por seguir. Y les parecería una locura aún mayor empezar.

Y así, entre los que no han entendido la verdadera esencia de trabajar en el campo, y los que camuflan su desprecio con condescendencia, dejando al descubierto su profunda ignorancia y cobardía, el campo se vacía.
No de tierra.
Sino de gente.

Y llegará un día —ojalá que no, pero cada vez lo veo más cerca— en que no quede nadie.
Nadie que críe el ganado del que sale la carne, leche y quesos, porque no aparecen mágicamente en los supermercados.
Nadie que cultive el cereal que sostiene nuestras garantías de abastecimiento.
Nadie que mantenga viva la tierra que enfría el planeta mientras las ciudades arden.
Y entonces, cuando el campo sea solo un mapa vacío, cuando los supermercados comiencen a notar el temblor en las cadenas de suministro, cuando Europa hable de crisis alimentaria, puede que alguien —quizás la hija de aquella panadera— se dé cuenta de que esa “tontería” que tuvo de pequeña, no era tan tontería.
Era una llamada.
Una forma de vida.
Un deseo profundo y valiente.
Y puede que sea demasiado tarde para responderlo.

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